Paisaje después de la batalla
Como el acuerdo post-Brexit salvará en lo esencial los lazos comerciales, y la balanza bilateral es muy superavitaria para la Unión, parece obvio que el saldo será más benéfico para Europa
Hay al menos tres maneras de mirar el escenario de la batalla, después de terminada. Una es tratar de averiguar si las dos partes vivirán mejor que en el fragor del litigio. La respuesta es que sí, que británicos y europeos ganan. Porque evitan una crisis económica superpuesta a la actual recesión. Aunque asimétrica: habría sido más grave allá que aquí. El Banco de Inglaterra estimó en 2018 que un Brexit sin acuerdo restaría a su economía hasta un 7,75%; ninguno de los estudios sobre ese impacto al otro lado del canal de la Mancha alcanzaba a cifrar el daño europeo en siquiera un 1%.
Otra mirada es la del escandallo: quién gana o pierde más con cada partida concreta del acuerdo, y en la suma global. Como el nuevo tratado conservará en lo esencial los actuales lazos comerciales, y la balanza bilateral es muy superavitaria para la Unión, parece obvio que el saldo comparativo será más benéfico para Europa. Y el tercer enfoque se interroga por quién queda mejor equipado para abordar con éxito este siglo XXI que ahora recomenzará, tras la pandemia y el efímero pero depredador mandato de Donald Trump. Si es la hora del pulso por abrir una sociedad que ha debido cerrarse provisionalmente en el aislamiento; y si es el momento del retorno a lo público —o al Estado—, como quiere Ivan Krastev en su sugestivo panfleto ¿Ya es mañana? (Debate, 2020), es la hora y el momento de Europa.
La sociedad que ha optado por no ensimismarse en la nostalgia y que cuenta además con estructuras públicas más asentadas (y a las que ha deteriorado y desprestigiado menos) llevará ventaja. Además, el retorno a la era del liberalismo en EE UU; la consiguiente vuelta al multilateralismo, incluso aunque se articule por pasos; el protagonismo esperable de las grandes agrupaciones regionales (Asia/Pacífico, Europa; América Latina...) es el terreno de juego propio de la Unión y por tanto, el más favorable a esta. Porque en su esencia no ha dejado de ser potencia liberal y normativa, resistente al populismo. Su engranaje interno es multipolar. Y su proyección al mundo es la de la más preeminente y consolidada agrupación regional existente. Quizá por la fuerza de la gravedad de los hechos ese sea el marco conceptual —ya que no político— que la UE pueda brindar a los amigos británicos en lo inmediato. Y que les sea útil para no descolgarse en pactos insignificantes en lugares de interés remoto. Un marco que ellos pueden enriquecer con sus tradicionales habilidades en defensa, inteligencia y diplomacia. Aunque necesiten actualizarse.
Llegan al acuerdo nuestros vecinos tras consumir precipitadamente dos primeros ministros (y medio); con las instituciones gripadas (el Parlamento de Westminster, conducido a aprobar leyes como la de su mercado interno por puro tacticismo negociador; y luego retirarla); con la sociedad dividida y el reino más cerca que ayer del troceamiento. Pero son nuestros vecinos. Hemos cohabitado con ellos. Y nos parecemos bastante, en defectos y en virtudes.
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