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De Moscú a una ‘banlieue’ rural: itinerario de un yihadista solitario

El joven de 18 años que decapitó a un profesor en Francia buscó otras posibles víctimas en las semanas previas al brutal ataque terrorista

Marc Bassets
Un peatón en el barrio de La Madeleine en la ciudad de Évreux, donde vivía Abdoullakh Anzorov.
Un peatón en el barrio de La Madeleine en la ciudad de Évreux, donde vivía Abdoullakh Anzorov.P. L.

Los coches que circulan por la carretera cercana, los niños abajo en los columpios, el jolgorio en el patio de la prisión situada justo enfrente. Durante tiempo, esta fue la banda sonora cotidiana de la vida de Abdoullakh Anzorov en el bloque de viviendas donde residía con su familia en Évreux, una ciudad de 50.000 habitantes con una catedral gótica y rodeado de la verde campiña normanda, a 100 kilómetros al Oeste de París. Lo que escuchaba dentro de su cabeza, nadie lo sabe seguro.

Los investigadores y los amigos, la familia y los expertos no dejan de darle vueltas. Cómo y por qué, intoxicado por la ideología islamista y espoleado por la campaña de un padre descontento con el profesor de Historia y Geografía de su hija, el 16 de octubre Anzorov decidió desplazarse a Conflans-Sainte-Honorine, a 80 kilómetros de Évreux, y decapitó a Samuel Paty, que en las clases sobre la libertad de expresión propuso debatir sobre las caricaturas de Mahoma publicadas en el semanario Charlie Hebdo. Después de encararse a la policía, murió por los disparos de los agentes."Era un tipo tranquilo y discreto, respetuoso con los mayores", dice del terrorista uno de los cuatro veinteañeros que este viernes por la tarde se han reunido en un kebab. Los Anzorov viven cerca encajonados entre bloques indistintos, la prisión de Évreux y una zona de moteles y centros comerciales.

Los cuatro son chechenos y dicen haber conocido al terrorista. Trabajan en la construcción o como agentes de seguridad, como muchos de sus compatriotas. Dicen que no vinieron a Francia para buscar problemas, que no tiene nada en contra de este país y que las caricaturas de Mahoma no les gustan, pero que la ley es la ley aquí y está para cumplirla. Prefieren que su nombre no salga en los diarios.

“Alguien influyó en él”, añade el más locuaz de ellos, un muchacho musculoso, de baja estatura y barba poblada. Y esta es una idea que se repite en las conversaciones. Abdoullakh Anzorov no pudo hacerlo solo, alguien plantó una semilla en su cerebro. ¿Quién? ¿El padre de la alumna? ¿El predicador que junto al padre prendió la mecha de la campaña en las redes sociales contra Paty? ¿Los vídeos de decapitaciones en Siria e Irak que llevan años circulando por las redes? ¿Los yihadistas con los que presuntamente contactó en Próximo Oriente? ¿El islamismo que avanza en las barriadas y que promueve un victimismo que puede transformarse en odio?

Esta es una historia de la diáspora chechena en Europa, hijos y nietos de unas guerras cuyas heridas siguen vivas. También la de un tipo de terrorista distinto a los responsables de la ola de atentados en Francia en 2015 y 2016. Por lo que se ha sabido hasta ahora, el asesino del profesor Paty, al contrario que los autores de los atentados de los años recientes, no estaba bajo vigilancia, ni constaba en los archivos de los servicios de información, ni pertenecía a ninguna red estructurada, ni había pasado por Siria, ni por la cárcel.

El especialista Hugo Micheron, autor de Le jihadisme français. Quartiers, Syrie, prisons (El yihadismo francés. Barrios, Siria, prisiones), habla en el diario Libération de “individuos mucho más aislados” que sus antecesores, “psicológicamente frágiles e intelectualmente menos articulados”, escolarizados en Francia y niños durante los atentados de Charlie Hebdo o la sala de fiestas Bataclan, practicantes de lo que Micheron llama “una yihad de bajo coste”.

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La familia Anzorov procede de Shalazhi, un pequeño pueblo en el oeste de Chechenia donde todavía quedan parientes lejanos. Su abuelo, Shamsudin Anzorov, agricultor, tuvo tres hijas y dos hijos. La familia se mudó a Moscú cuando las autoridades chechenas empezaron a mostrar interés por los dos hijos varones por haber dejado refugiarse en su casa, supuestamente, a militantes separatistas chechenos, según el diario Moskovski Komsomolets, Abdouallakh Anzorov nació en Moscú en 2002.

Los destinos de la familia se bifurcaron. Una de las hijas se quedó en Rusia. Otras dos se mudaron a Turquía. El padre de Abdouallakh, Abuezid, terminó por marcharse a Francia con la familia, y su tío, Said, a Austria. Más tarde, los hermanos se reunirían en Francia, donde se les unió también el abuelo, que hace años había enviudado y tenía algunos achaques que sus hijos querían que se tratase en este país.

La Madeleine, el barrio de viviendas públicas al límite de la ciudad de Évreux, es una banlieue: uno de esos barrios donde a partir de los años sesenta el Estado empezó a amontonar a los inmigrantes. Magrebíes y subsaharianos, primero. En la década pasada, se sumaron los chechenos.

Los Anzorov esperaban una vida tranquila en La Madeleine, banlieue donde un tercio de los habitantes son extranjeros y un 80% de los 10.500 habitantes recibe subsidios familiares. Es en esta Francia suburbial y semirrural donde el hijo mayor de esta familia de refugiados tramó su plan.

De adolescente, el futuro terrorista había tenido algún encontronazo con la policía, pero no tenía antecedentes judiciales. Como muchos chechenos, era aficionado a la lucha y llegó a entrenarse en el Toulouse Lutte Club, en la ciudad del sur de Francia. “Efectuó tres cursos de prueba y, vista su falta de seriedad, le pedimos que no volviese. No dejó ningún recuerdo, no frecuentaba a nadie”, dice en un correo electrónico un responsable del club.

En su cuenta de Twitter @tchechene_270, creada en junio, quedó un rastro de su radicalización. Desde allí difundía mensajes islamistas, algunos fueron denunciados en la plataforma gubernamental Pharos, destinada a controlar los mensajes ilícitos en Internet. También mantenía contacto mediante las redes con dos yihadistas en Siria, según filtraciones a la prensa francesa. A finales de septiembre, empezó a buscar un objetivo. En tres ocasiones, según Le Monde, pidió la identidad y la dirección de personas que, a su juicio, habían insultado en las redes a su religión, el islam. A la cuarta fue la vencida. Cuando a principios de octubre descubrió el vídeo en el que el padre de la alumna de Samuel Paty difundía la dirección de la escuela y la identidad de profesor, vio su oportunidad. El padre de la alumna está imputado por complicidad en un asesinato terrorista, como tres amigos de Anzorov en Évreux que le acompañaron para comprar el arma o le trasladaron al lugar de los hechos.

En Évreux, ante el bloque donde viven los Anzorov, cae la tarde, los vecinos regresan a casa, en los columpios todavía juegan los niños. “El padre decía buenos días y buenas noches, al chico no se le veía tanto. Se le cruzaron los cables”, comenta un vecino mientras repara la camioneta frente al portal. Como todos los vecinos y conocidos de terroristas, se niega a dar su nombre.

A esta hora, hace una semana, saltaba la noticia y La Madeleine se encontraba, de repente, en el mapa del yihadismo francés. “Alguien le influyó”, insiste uno de los jóvenes chechenos que hace tertulia frente al kebab del barrio. “Si lo hubiésemos sabido, habríamos informado a la policía”.

Con información de María R. Sahuquillo desde Moscú.

Chechenos estigmatizados

En mayo de 2018, un checheno de 20 años mató con un cuchillo a un viandante cerca de la Ópera en París. En junio de 2020, decenas de chechenos se dirigieron a una barriada conflictiva ciudad de Dijon para vengar la agresión a un compatriota suyo. “Pienso que hay un problema con la comunidad chechena en Francia”, declaró después del atentado de Conflans-Sainte-Honorine el líder de la izquierda populista, Jean-Luc Mélenchon. Después Mélenchon reconoció que había estado desacertado al designar a una comunidad, pero “el mal ya está hecho”, según Chamil Albakov, portavoz de la Asamblea de los Chechenos de Europa.

 

 

Aude Merlin, especialista en Rusia y el Cáucaso y docente en la Universidad Libre de Bruselas, explica en un correo electrónico que hoy viven en Francia entre 30.000 y 65.000 chechenos, llegados en varias oleadas tras la segunda guerra postsoviética, entre 1999 y 2009. La identidad mixta —chechenos de Europa, o chechenos y franceses— convive con el apego a las raíces. “La sociedad chechena está muy codificada. Se ha estructurado en relación con la resistencia ante la conquista rusa, en el curso de una guerra que duró mucho tiempo y en la que se vivieron enfrentamientos muy violentos”, dice Merlin. La pertenencia al clan, los códigos de honor o la virilidad  siguen siendo signos distintivos, y a la vez tópicos simplificadores.

 

 

“Sentimos reconocimiento hacia Francia.  No somos gente que venga para sembrar el terror. Esta persona se radicalizó por la influencia de otras personas”, explica por teléfono Albakov. Sobre altercados como el ajuste de cuentas entre bandas en Dijon, explica que “la naturaleza de los chechenos hace que, cuando los golpean, se organizan”. “A veces las cosas derrapan, degeneran”, describe. “Ser solidarios está bien”, concluye. “Hacer las cosas fuera de la ley, no”.

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Sobre la firma

Marc Bassets
Es corresponsal de EL PAÍS en París y antes lo fue en Washington. Se incorporó a este diario en 2014 después de haber trabajado para 'La Vanguardia' en Bruselas, Berlín, Nueva York y Washington. Es autor del libro 'Otoño americano' (editorial Elba, 2017).

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