El silencioso calvario de los desplazados por la guerra de Trípoli
El asedio del mariscal Hafter a la capital de Libia ha dejado sin hogar a miles de familias
Conforme se avanza por la carretera de Ainzara, en Trípoli, afloran los estragos que está dejando la tercera guerra civil de Libia. A la entrada del frente se encuentra un hospital de campaña donde trabaja de forma voluntaria el doctor Mohamed Al Jituni, de 37 años. El médico vio cómo su amigo, un técnico anestesista, fue alcanzado en la cabeza por el disparo de un francotirador cuando trataba de rescatar a un herido.
Ahora, por delante del médico hay una carretera con unos siete kilómetros de casas y comercios vacíos hasta llegar al lugar donde se enfrentan las milicias aliadas del Gobierno de Unidad, apoyado por la ONU, contra las tropas del mariscal Jalifa Hafter. Todo está desierto y vacío. El silencio lo rompen los disparos y los coches de los jóvenes combatientes que circulan a toda velocidad, algunos en pick-up con metralletas y rifles, como escapados de una película de Mad Max. Las brigadas de Trípoli limitan el acceso de los civiles a esta carretera para impedir que haya bajas de civiles y también para evitar los saqueos en las viviendas vacías. El Gobierno de Unidad sostiene que desde el 4 de abril —cuando Hafter lanzó su ofensiva sobre Trípoli— más de 12.000 familias, o sea, unas 60.000 personas, han sido desplazadas.
No hay forma de corroborar esas cifras. Lo que sí resulta palpable es que en la ciudad hay seis frentes de guerra, desde el suroeste al sureste de la ciudad (Wadi Alrabi, Zedarna, Ainzara , Salah Elddin, el antiguo Aeropuerto Internacional y el de Alhira). Desde el 4 de abril, las tropas de Hafter han ido retrocediendo varios kilómetros en todos los frentes. Pero siguen en las afueras. Y entre ellas y la población civil, miles de casas y comercios vacíos. Algunas casas han sido desvalijadas, otras se utilizan como parapetos contra el enemigo.
La mayoría de sus huéspedes vive ahora con otros familiares, en la capital o en otras ciudades del país. Mohamed, un funcionario del Gobierno que prefiere ocultar su apellido, cuenta que él vivía con su hermano y acababa de comprar todos los muebles y electrodomésticos para casarse. “Tuve que dejar la casa, vivimos con unos familiares y hace dos semanas que no he ido a ver si me han robado”.
Hay gente que no tenía familiares ni otra casa adonde acudir. En un colegio llamado Ahmed Bin Shatwan han sido acogidas 29 familias, la mayoría de ellas sudanesas, aunque también las hay de Eritrea y de Irak. Anaima, una sudanesa con dos hijas, cuenta que su marido escapó de casa un día que lo vinieron a buscar las milicias de Trípoli —no precisa por qué razón lo buscaban— y ella se quedó sola con las niñas. “Cuando empezó la guerra tuvimos que salir de casa y ahora vivimos aquí, en este colegio”.
En principio, todo lo básico, bien: disponen de un techo y comida. Pero al rato otra desplazada pide el anonimato para relatar lo siguiente: “Cuando llegamos nos daban alimentos y podíamos cocinar cada familia lo que quisiéramos. Después, durante el ramadán pusieron la misma comida para todo el mundo. Y ahora, apenas tenemos comida, aunque sabemos que el almacén está lleno porque reciben alimentos de las ONG y de otros donantes. No tenemos médicos ni medicamentos. Y no puedes protestar porque te dicen que si no te gusta esto que te vayas. En esta escuela se está haciendo negocio y el negocio somos nosotros”.
Aiman Abdul Said es vicealcalde del distrito de Abuslim, donde se encuentran dos colegios de desplazados. “De momento tenemos espacio en las escuelas. Pero esperamos que en las próximas semanas venga más gente. Porque muchas familias de desplazados han alquilado casas. Si la guerra se alarga mucho tiempo no podrán pagar los alquileres y querrán trasladarse a los colegios”.
Los libios que viven en colegios no quieren aparecer en fotos. En un país petrolero donde los únicos mendigos que se ven en la calle son extranjeros, los libios llevan con mucho pudor y vergüenza el hecho de acogerse a la caridad. Casi ningún libio desplazado en un colegio desea hablar. Sin embargo, hay una mujer que pide expresamente contar su caso. Se llama Safa Uarfalí, y su caso consiste en que tiene 27 años, es viuda desde hace cinco y tiene dos hijas, de seis y tres años. Ahora vive con ellas en un aula del colegio Omar Alkhatab. Quiere salir de Libia. En eso, también resulta un caso excepcional. A pesar de la situación tan inestable del país, el fenómeno migratorio no atrae a los libios. Pueden acoger con hastío, cansancio o resignación el desastre de la guerra, pero no arriesgan sus vidas en el mar, como sucede en otros países del Magreb.
Safa, sin embargo, explica entre lágrimas, mientras su hija mayor la mira, que no es fácil la vida para una mujer viuda. Al traductor, de su misma tribu, los Warfalá, de la región de Beni Walid, le dice: “Tranquilo, primo, que a pesar de esta situación tan difícil sigo manteniendo mi dignidad”. Cuando logra recomponerse continúa: “Yo solo quiero dormir y levantarme en un lugar seguro donde mis hijas puedan educarse libremente”.
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