A propósito de los reguladores
López Obrador presenta a los entes como fuente de males, una narrativa que puede tener importantes consecuencias para la economía
De un tiempo para acá, el presidente López Obrador insiste en una narrativa. Los órganos reguladores son fuente de males. En su manera de plantear las cosas, ello obedece a que se han empoderado a las empresas que debieran ordenar, dejando de lado los intereses nacionales. Situación que ha implicado que lo mal que están las empresas estatales, lo bien que están las privadas y lo pobre que están millones de mexicanos, tiene el mismo origen.
Más allá de su veracidad, tal narrativa es poderosa. Nadie duda que las empresas reguladas han progresado. Lo que hoy hacen las empresas proveedoras de servicios de telecomunicaciones o energía, es sustancialmente diferente a lo que se hacía en los años referenciales del presidente de la República. Allá por los años setenta. No está en duda que lo que entonces había y lo que hoy tenemos en materia de acción pública, es igualmente diferenciado. De una sola y potente Secretaría del Patrimonio Nacional o de Comunicaciones y Transportes, con estos o con nombres parecidos, hemos pasado a una forma diversa de hacer las cosas. El Estado no es más el sector productivo dominante, ya no genera toda la electricidad, ni todas las telecomunicaciones, pero sigue siendo el dueño de los bienes públicos que son concesionados a los particulares para que lo hagan. Hoy, el espacio radioeléctrico, las aguas que mueven las turbinas de generación o los yacimientos de petróleo o gas, siguen siendo de propiedad común. Han cambiado las condiciones de explotación, pero no las patrimoniales.
Decir que los órganos reguladores son, sin más, la causa del deterioro de las empresas públicas, resulta de una mala lectura de lo que aconteció en el mundo y en México. Las empresas públicas no están en deterioro porque se hayan privatizado todas o algunas de las actividades estatales. Lo están porque no se hicieron competitivas en un mundo que quiso ser de competencia. Lo que hoy se reprocha es el efecto de un cambio mundial de modelo generado por la sospecha de las incapacidades técnicas de la política y por el cambio tecnológico en la manera de hacer telecomunicaciones o generar energía.
Es equivocado repetir que lo mal que van las cosas es la mera y directa consecuencia de las acciones que un grupo de entes reguladores estatales ha realizado. Primero, porque ello supondría que nada cambió en el mundo, que no se generaron condiciones de competencia que involucraron al Estado y requerían hacer competitivas a sus empresas; y segundo, porque implicaría admitir que los órganos reguladores actúan completamente desvinculados del Estado, o que sus actos han sido tan perversos que siempre beneficiaron a las empresas. En el primer caso que, al momento de crearlos y dotarlos de autonomía, el Estado se deshizo del manejo de sus bienes; en el segundo, que la corrupción ha sido la única constante.
Los cambios que en México se dieron en materia de privatización fueron comunes y generalizados en el mundo. Pueden haber gustado o no, y pueden ser y haber sido criticables. Lo que no conviene perder de vista es que la destrucción de los órganos reguladores tiene importantes consecuencias. Si, como ha dicho el presidente de la República, no van a anularse los contratos de explotación de los bienes públicos, sino que las actividades privadas van a concurrir con las estatales, ¿quién va a regular unas y otras? Si la CFE o Pemex van a regresar a un idílico momento de eficiencia extrema como el que se cree que algún día existió, ¿van o no a competir con los privados? Si van a hacerlo, ¿quién regulará al sector en general y quién a las empresas participantes? Vale la pena tomar en cuenta cuestiones como éstas antes de descalificar a los que pueden ser órganos generadores de orden y soluciones. Un mundo sin regulaciones estatales es un mundo que, creo, ni los más fervientes y caricaturizados neoliberales estarían dispuestos a sostener.
@JRCossio
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