El asesinato del pequeño Grégory, el misterio sin resolver de Francia
El Consejo Constitucional de Francia decreta inconstitucional la detención preventiva de la testigo clave de un caso abierto desde 1984
Hace más de 30 años que el silencio es el principal enemigo de quienes siguen empeñados en resolver el asesinato de Grégory Villemin, el niño de cuatro años que fue hallado muerto, atado de manos y pies, al borde de un río en los Vosgos, en el este de Francia, en octubre de 1984. Ninguno de los familiares más cercanos, los principales sospechosos desde el primer momento, ha abierto la boca desde entonces. Los padres del pequeño Grégory hace décadas que viven ocultos. En 2017, la fiscalía reabrió por sorpresa una vez más el caso e imputó a varios familiares del niño, sus tíos abuelos y Murielle Bolle, cuñada del principal sospechoso y de la que la acusación siempre ha dicho que conoce la verdad, aunque esta lo niega. Parecía que, por fin, se iba a arrojar algo de luz en un caso que ha confundido a la justicia durante décadas.
Un año más tarde, no solo no se ha avanzado ni un paso, sino que el caso está a punto de desmoronarse de forma definitiva. El primer juez de instrucción que se ocupó del asesinato, Jean-Michel Lambert, acusado de numerosos errores en el proceso, se suicidó poco después de que se reabrieran las investigaciones. En una carta hallada tras su muerte, decía que no podía afrontar otro giro “infame” del caso. “No se conocerá jamás la verdad”, vaticinó. El tiempo parece estar dándole la razón. Todos los detenidos en 2017 mantuvieron su silencio férreo. Y ahora, la única declaración jurada efectuada hasta la fecha, en 1984, podría dejar de tener validez. El motivo: el Consejo Constitucional ha declarado inconstitucional la detención preventiva de la única implicada que habló en su momento, Murielle Bolle, porque no se garantizaron de manera satisfactoria durante su detención sus derechos como menor, ya que tenía 15 años.
Mientras Bolle celebra la decisión, los investigadores temen que se haya echado el cerrojo definitivo al caso que lleva tres décadas obsesionando a los franceses, ya que podría llevar a la Corte de Casación a ordenar a eliminar todas las declaraciones de la entonces adolescente. Eso, aunque no suponga el fin definitivo del caso, debilitaría aún más un proceso plagado de principio a fin de incontables errores.
En 1984, Murielle Bolle era una adolescente pecosa y pelirroja, de mirada desafiante. Vivía con su hermana y el marido de esta, Bernard Laroche, primo hermano de Jean-Marie Villemin, el padre de Grégory. Todos residían en pequeñas poblaciones a escasos kilómetros de distancia. El 16 de octubre de 1984, el cadáver del pequeño Grégory fue hallado a la orilla del río Vologne, a pocos kilómetros del pueblo de Lepanges donde vivían los Villemin. Un día más tarde, sus padres recibían una carta anónima: “No va a ser tu dinero el que te devuelva a tu hijo”. La policía supo entonces que la familia Villemin llevaba años recibiendo amenazas. Desde un primer momento, las sospechas se centraron en el círculo familiar, donde al parecer el éxito profesional del padre de Grégory, capataz de una fábrica, suscitaba enormes envidias.
Unas semanas más tarde, Laroche fue arrestado y acusado de la muerte de Grégory. Había un testigo de cargo: Murielle Bolle había declarado, mientras estaba detenida de forma preventiva, que vio a su cuñado buscar al niño en coche y regresar solo. Bolle repitió su declaración ante el juez Lambert. Pero luego se retractó, alegando, como ha seguido haciendo durante los últimos 30 años, que los gendarmes la obligaron a señalar al marido de su hermana. En un libro que acaba de publicar (como casi todos los implicados en algún momento), Bolle insiste en esa versión. Y desmiente al capitán de gendarmes que presenció sus interrogatorios, Étienne Sesmat, que sostiene que la adolescente cambió su versión tras recibir una paliza de su familia.
En cualquier caso, el juez puso a Laroche en libertad en febrero de 1985. A finales de marzo, Jean-Marie Villemin lo mató de un disparo de fusil, por lo que fue condenado a cuatro años de cárcel. Para entonces, la justicia creía haber encontrado un nuevo culpable: Christine, la madre de Grégory. Hasta la escritora Marguerite Duras escribió un reportaje en Libération convencida de su culpabilidad. Christine Villemin tardaría ocho años en ser exonerada. Y seguía faltando un culpable. La investigación fue reabierta en las décadas siguientes en varias ocasiones. Infructuosamente.
Cuando ya nadie creía que se podría resolver el misterio, llegó el golpe: en junio de 2017, la fiscalía de Dijon imputó a los tíos abuelos de Grégory, los septuagenarios Marcel y Jacqueline Jacob, y a Murielle Bolle por “secuestro seguido de muerte”. Nuevos exámenes grafológicos y un primo que presuntamente presenció el maltrato a Bolle reactivaron la investigación. Los tres pasaron largo tiempo en prisión preventiva. Nadie logró que hablaran. Este mayo, fueron liberados por errores de procedimiento. La leyenda de una investigación maldita continúa. Aunque los tres podrían volver a ser procesados, las esperanzas, tras el golpe del Consejo Constitucional, se apagan. Los abogados de los padres de Grégory han asegurado que “la batalla continúa”, pero el misterio sobre la muerte del pequeño vuelve a espesarse.
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