La justicia constitucional en el porvenir
Por los consabidos horrores de la Guerra Mundial, preludios y derivas incluidos, se reelaboró la institucionalidad pública para tratar de contener el ejercicio político
Miradas con perspectiva, las actuales instituciones del Estado constitucional de derecho nacen con la Segunda Posguerra. La democracia político-representativa ejercida mediante partidos políticos, la supremacía constitucional, los derechos humanos y la justicia constitucional. Los nombres que las denominan son anteriores, pero no sus formas de realización. A lo largo de varias décadas, esos elementos alcanzaron imbricación y, de a poco, materialización. Al constituirse como unidad funcional, pudo decirse que había tal modalidad histórica de Estado. Por los consabidos horrores de la Guerra Mundial, preludios y derivas incluidos, se reelaboró la institucionalidad pública para tratar de contener el ejercicio político o algunas de sus peores posibilidades. Las victorias democráticas, por amplias y legítimas que fueran, no podían conllevar el maltrato a las minorías, así fueran opositoras.
El ejercicio del poder conquistado debía ejercerse conforme a la Constitución y su catálogo de derechos humanos, incluso si éstos se usaran para combatir y modificar las situaciones construidas por los dominantes. Las acciones tomadas desde el poder podían cuestionarse ante órganos judiciales para lograr su anulación o las interpretaciones que determinaran los comportamientos posibles. Con el entendimiento moderno de estas cuatro posibilidades, parece natural su origen, relación y operatividad. Sin embargo y por la estrecha vinculación de los componentes, ¿qué acontece con la unidad cuando se modifica el sentido de uno o más de ellos? Por ejemplo, cuando cambia el entendimiento de la democracia. ¿Cómo resulta afectada la comprensión de la supremacía constitucional, los derechos humanos o la justicia constitucional?
En nuestro tiempo existen movimientos y gobiernos que genéricamente han sido denominados “populistas”. Los hay de izquierda y de derecha, en países desarrollados y en vías de serlo, y arriban y/o se mantienen por vías democráticas o en ocasiones, de manera forzosamente autoritaria. Lo importante para identificarlos, es su pretensión de ejercer el poder político de manera confrontacional, diferenciando profundamente entre el “nosotros” y el “ustedes”. “Nosotros”, se dice, el pueblo auténtico, los nacionalistas, los sacrificados o los auténticos, tenemos que luchar contra “ustedes”, los privilegiados, los sacrificadores, los traidores. Al presentarse la lucha en términos absolutos y sin posibilidad de reconciliación, queda clara la necesidad de desplazar algunos de los supuestos más importantes de la democracia de posguerra. En estas condiciones, el poder político no se adquirirá para realizar desde el propio ideario los contenidos constitucionales, sino para definir la posición propia como absoluta y desplazar a la contraria por indebida. Revisemos lo que está sucediendo en los gobiernos que sin dificultades podemos nominar populistas, sean de izquierda o de derecha, y veremos que el entendimiento de la democracia ya no radica en la instrumentalización político-jurídica de la Constitución, sino en la imposición del pensamiento propio que busca convocar, diferenciar y, finalmente, desplazar.
¿Cuál es, entonces, el papel de la justicia constitucional en el populismo? La primera y obvia respuesta es contenerlo y encauzarlo dentro de los parámetros democrático-constitucionales. A ello cabría señalar que si el populismo es tal, habrá de enfrentar a las propias instituciones judiciales reformando aquello que a ellas las sustenta y al régimen que lo contiene: la propia Constitución. En este arco entre lo deseable y lo probable, ¿cómo deben actuar los órganos judiciales para sostener la supremacía constitucional, la democracia y los derechos humanos? Las respuestas varían de acuerdo a lo que cada populismo sea. Cada uno de los órganos que ha sabido estar en tales regímenes, ha elaborado estrategias de legitimación propia, narrativas consecuentes y adecuadas administraciones de los inevitables conflictos. Las que han perecido, ha sido por no diferenciar las racionalidades jurídicas y políticas, por jugarle al tactismo o sentirse parte de un proceso político que jurídicamente deben ordenar. La democracia, lo estamos viendo en el mundo, no es un proceso natural. Es un estado de cosas que debe ser intencionada y activamente preservado. La justicia constitucional también.
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