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La falta de equipos complica las tareas de rescate tras el sismo en Lombok

El terremoto en la isla ha dejado más de un centenar de muertos, 236 heridos y 20.000 desplazados

Macarena Vidal Liy
Equipos de rescate, en los restos de una mezquita.
Equipos de rescate, en los restos de una mezquita. EFE

En los escombros de lo que fuera hasta el domingo la mezquita Jamil al Jamaa, en el puerto de Bangsal en el noroeste de la isla indonesia de Lombok, la excavadora lo intenta de nuevo. Entre una nube de polvo, arranca primero un pilar. Después, lo que quizá fue alguna vez una cornisa. La máquina para. Silencio. Los espectadores —familiares, periodistas, curiosos— contienen el aliento. Nada. No se oye nada. La máquina ahonda el agujero que ha empezado. Ahí abajo, vivos o muertos —nadie se atreve a opinar— hay gente. Cuántos, es una incógnita. Solo se sabe con certeza que el domingo, el fatídico día en que un terremoto de magnitud 6,9 arrasó el norte de la isla, varios de los fieles que participaban en la oración vespertina no regresaron nunca a sus hogares. El seísmo les atrapó allí cuando derribó la mezquita.

“Habíamos empezado los rezos. Empezó el temblor, suave al principio, pero enseguida cobró fuerza. No sabíamos qué hacer, si quedarnos en la mezquita o salir. Pero llegó la primera réplica, muy fuerte, y empecé a gritar a la gente que saliera”, recuerda Salafuddin, el guardián del centro religioso. Algunos de los más devotos tardaron en marcharse. Otros entraron buscando refugio del temblor. Demasiado tarde. Entre estertores, el edificio se vino abajo. Solo la cúpula, verde y amarilla, asombrosamente íntegra, da ahora una pista de lo que fue alguna vez ese montón de escombros.

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“Nadie sabe cuánta gente quedó realmente dentro”, apunta Salafuddin. Soldados indonesios y rescatistas de la Agencia de Gestión de Desastres Nacional confieren pocos metros más allá. Está cayendo la noche. Hay excavadora, pero no hay focos para iluminar los trabajos. ¿Merece la pena seguir a oscuras? Los trabajos se interrumpen para preguntar a la superioridad.

Más de un centenar de personas, 105 según el último recuento, han muerto en el seísmo, el segundo de gran intensidad en golpear Lombok en una semana. Al menos 236 personas han quedado heridas, 13.000 edificios derrumbados o con daños de consideración, más de 20.000 personas han quedado desplazadas.

La mezquita de Bangsal —un próspero puerto en plena zona turística, el principal punto de conexión para viajar a las paradisíacas islas Gili— es uno de los lugares afortunados. La posibilidad de encontrar a alguien con vida ha facilitado que se le envíe una excavadora. En muchos otros lugares de la isla, la búsqueda de supervivientes se desarrolla con taladradoras, palas o simplemente con las manos.

“Nos hace falta maquinaria pesada para levantar los escombros”, reconoce el sargento Hartadi de la unidad especial de la Policía, hurgando entre los restos de una tienda en Sigar Penjalin, una localidad a escasos kilómetros de Bangsal y en la que pocas construcciones han quedado enteras. Acaba de llegar desde Yakarta, la capital indonesia. Está bregado ya en desastres como el tsunami de 2006 que dejó cerca de 250.000 muertos en el sureste asiático. Intentan sacar entre los cascotes un cuerpo, el del comerciante Abdul Malik, de 70 años, que no llegó a salir a tiempo de la tienda. Le entretuvo un cliente que quería algo de un estante, cuenta el sargento.

Zainul Majdi, el gobernador de la provincia de West Nusa Tenggara, a la que pertenece Lombok, asegura que se están enviando equipos, incluidas excavadoras y otra maquinaria pesada, a la zona. Pero hacerlos llegar es complicado. Las carreteras son estrechas, están dañadas por corrimientos de tierra y puentes hundidos y no dan abasto para el intenso tráfico de estos días. En algunas zonas, ni siquiera han llegado los primeros equipos de rescate. En otras, escasea el agua potable.

Un médico atiende a un niño en el hospital de Tanjung, en el norte de Lombok.
Un médico atiende a un niño en el hospital de Tanjung, en el norte de Lombok.REUTERS

En Tangjung, la principal ciudad de la zona y una de las más afectadas por el terremoto, se ha instalado el mayor campamento de refugiados, tienda tras tienda de lona azul dentro de las cuales se albergan tragedias de todos los tamaños. “Era conductor, pero mi coche se ha quedado donde mi jefe. Sin él, no puedo trabajar, y sin trabajar no entran ingresos”, se lamenta Gul, de 38 años, y que se ha quedado con lo puesto tras derrumbarse la casa familiar. “No sabemos cuándo podremos marcharnos de aquí”, dice este padre de dos hijas, de 9 y 16 años.

A un centenar de metros, el hospital provincial es un coro constante de sirenas de ambulancias. Por aquí han pasado aproximadamente 150 de los heridos, calcula Agus Ibrahim, de 24 años y uno de los rescatistas de la Agencia de Gestión de Desastres. Pero el propio hospital ha sufrido daños en el terremoto. Desconchones en las paredes, un porche semiderruido, y una entrada de urgencias llena de cristales rotos en este edificio construido hace poco más de una década hablan también de hasta qué punto fue violenta la sacudida del domingo.

Los daños obligaron a evacuar el hospital. Para atender a los pacientes se ha habilitado una zona de tiendas de campaña en el aparcamiento. Acogen a los heridos menos graves: fracturas de brazos o piernas, conmociones, gente en observación. El resto se desvía a Mataram, la capital de la isla, o la propia Yakarta. Acaba de ingresar una anciana con sospecha de hemorragia interna. Una nube de médicos la rodea. De otro lado emerge una camilla con un cuerpo cubierto por una colcha y una etiqueta con media docena de palabras apresuradas. Varios soldados lo cargan con cuidado en una ambulancia que espera. Arranca y se va a toda prisa. Otra sirena que rasga el silencio hasta perderse en la distancia.

Continúa la evacuación de turistas extranjeros

M. V. L

El colombiano Felipe Hernández, estudiante de 21 años, pudo salir finalmente este martes hacia Bali tras una odisea de dos días. El seísmo le encontró pidiendo la cena en un restaurante en el islote de Gili Tranwagan, frente a la costa de Lombok, donde la sacudida derrumbó edificios y viviendas. El primer aviso de tsunami les llevó, a él y a su novia, a la cima de la colina más alta de la isla, donde pasó las primeras horas "trepado a un árbol, abrazando a mi novia y al árbol" hasta que pasó la alerta.

La evacuación del diminuto islote no fue más grata. "Fue algo duro. Caótico", considera. "Los indonesios querían salir primero que los extranjeros, todo el mundo empujaba. Mi novia se estaba asfixiando y deshidratando porque era tanta la cantidad de gente que no dejaban correr el aire. De repente, no sabemos cómo, un rescatista nos vio entre la multitud y nos ayudó a subir al bote".

Más de 4.000 turistas extranjeros han sido evacuados de Tragawan y sus islotes hermanos, Meno y Air, mientras centenares continúan en el aeropuerto de Lombok acampados a la espera de tomar un vuelo que les saque de la isla. Las líneas aéreas indonesias han anunciado que aumentarán el número de vuelos para permitir la marcha de los turistas lo antes posible. Otros visitantes han optado por tomar un ferri que les lleve hasta la vecina isla de Bali.

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Sobre la firma

Macarena Vidal Liy
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Previamente, trabajó en la corresponsalía del periódico en Asia, en la delegación de EFE en Pekín, cubriendo la Casa Blanca y en el Reino Unido. Siguió como enviada especial conflictos en Bosnia-Herzegovina y Oriente Medio. Licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid.

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