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Estar sin Estar
Columna
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Ruleta

Bastó volver a la ahora CDMX para confirmar que sigue siendo DF

Bastó volver a la ahora CDMX para confirmar que sigue siendo DF. Habrá que esperar unos meses para que la cara maquillada de la nueva ojerosa y pintada se convierta en la diosa moderna de la urbanidad y también esperar con paciencia a que la corrupción de siglos desaparezca en el instante en que se instale la no tan anhelada austeridad republicana, y sin embargo, bastó volver a la CDMX para experimentar un mínimo milagro: desafiando las leyes de la geometría y física cuántica, he logrado meterme en los tradicionales taxis del DF. Es una epifanía espacial, un logro de la moderna genética de la lonja, pues no hablo de los modernos taxis de color de rosa, sino de los viejos taxis que aún circulan con colores del pretérito, quizá piratas pendencieros que siguen cumpliendo el avío. En esos diminutos escarabajos y hormiguitas oxidadas he logrado embarrarme en el asiento trasero sin rumbo fijo, cumpliendo las puras ganas de escuchar las biografías de los volanteros, voladores de Papantla sin cuerda, pero con taxímetro.

Avanzo como cetáceo por la avenida sin nombre, arriesgando la serenidad y el sudor, y el taxista me ve de lejos como un Capitán Ahab de Tepito. Enciende y apaga las luces del bólido como anunciando que anda libre y espera pacientemente a que la ballena blanca se recueste en el asiento trasero como cachalote varado en la playa. El destino lo determina el dinero que llevo en la mano y sin rumbo fijo, empiezo a narrar el primer cuento que me viene a la cabeza; el chófer en turno hace lo propio, contando escenas inolvidables de su propia aventura y llegados ambos a la tarifa que alcanza con la distancia que pagué, me bajo en busca de un cajero automático para pagarme el regreso y retomar la retórica en el párrafo exacto donde me bajé del primer taxi, sin punto y aparte.

Uno de los más amados descubrimientos que me regaló el hecho de enamorarme de Joy Laville fue que me confiara que Jorge Ibargëngoitia aprovechaba dejadas en taxi para tallerear con los ruleteros las tramas de sus cuentos, la esencia de sus crónicas e incluso, la pulpa de sus novelas indispensables. Lo hacía de Coyoacán a las puertas de Excélsior y en Madrid, de Alcalá hasta Atocha y en París casi a diario, luego de caminar en prosa la hermosa vida que iba redactando mientras daba los mismos pasos con los que cruzaba Bucareli en busca de una cantina furtiva.

Vine a México porque me dijeron que aquí puedo apachurrar mi corpulencia a la medida exacta de un vocho volador y alimentar el encanto de la ensoñación con las breves narrativas de los taxistas que todo lo miden a golpe de rueda. Es la mejor forma del turismo improvisado, el mejor taller literario ambulante y, por lo visto, la nao cambiante que me regala la nueva amistad de por lo menos media docena de biografías que no merecen perderse en la amnesia.

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