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Columna
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Que nos cimbre un latigazo

Emiliano Monge

El 7 de septiembre de 2017, doce días antes del temblor de 7.1 grados que sacudiera siete estados de la República Mexicana —seísmo que todos recordamos como si hubiera sido ayer y como si sólo nos alcanzara, como si sólo nos amenazara la contingencia— fue asesinado Claudio Merino Pérez, precandidato a alcalde de Santiago Jamiltepec por el partido Movimiento Ciudadano.

Al momento de su muerte, Claudio Merino Pérez compartía una taza de café negro con su esposa, quien barría los cabellos del último de sus clientes de esa tarde, en la estética que la pareja había abierto un par de años antes, en la calle de La Soledad. Estaban, pues, a tan sólo un par de cuadras de la plaza donde el político llevó a cabo su primer acto público: "Es necesario que en Jamiltepec escribamos una nueva historia, una historia sin violencia, una historia a la que no le tengan miedo nuestros niños".

Justo entonces, sin hacer apenas ruido, llegaron los sicarios que le metieron 23 balazos a Claudio Merino Pérez, entre la espalda, la nuca y la cabeza: "se fueron en una camioneta, los escuché, pero yo intenté ayudar a Claudio, que se había caído al suelo", explicó Emelia Reynalda G., a las puertas del hospital regional de su localidad, con el gesto perdido, con el rictus transparente de quien acaba de enfrentar la forma más terrible de la muerte, la contingencia que sobrevuela todos los rincones de nuestro país, querámoslo o no, seamos capaces o no, tengamos la conciencia necesaria o no para asumirla.

Claudio Merino Pérez fue el primer político relacionado con el actual proceso electoral que murió asesinado de manera violenta. Pero no fue el último ni el único que falleció ante su pareja o delante de sus hijos. Después del suyo, otros 46 crímenes han acabado con la vida de: Germán Villalba, Ángel Vergara, Stalin Sánchez, Francisco Tecuchillo, Ranferi Hernández, Crispín Gutiérrez, Miguel Solorio, Arturo López, Miguel García, Ángel Medina, Salvador Magaña, Saúl Galindo, Arturo Gómez, Mariana Catalán, Adolfo Serna, Gabriel Hernández, Jorge Montes, Francisco Rojas, José Jairo García, Francisco Hernández, Martín Cázares, Antonia Jaimes, Dulce Anayeli Rebaja, Aarón Varela, Homero Bravo, Guadalupe Payán, Gustavo Martín Gómez, Maribel Barajas, Juan Carlos Andrade, Sebastián Alejandro Espejel, Javier Fragoso, Adiel Zermann, Liliana García, Abel Montufar, José Remedios Aguirre, Hernán de Mata, Rodrigo Salado, Juana Iraís Maldonado, Pamela Terán, Fernando Purón, Rosely Magaña, Alejandro Chávez, Juan Pablo Martínez, Jesús Nolasco, Omar Gómez y Fernando Ángeles.

Tampoco, claro, Claudio Merino Pérez fue el único asesinado el 7 de septiembre de 2017 en éste, un país que, por no querer verse de frente, por no observar otros peligros que aquellos que suceden con la misma asiduidad que los milagros, está a punto de tomar unas tijeras y sacarse de las órbitas los globos oculares. Durante las 24 horas señaladas, en México acaecieron otros 19 crímenes mortales, que si intentáramos ordenar, mostrarían el círculo de horror en el que estamos atrapados: desde Mariano Contreras Rivera, jefe de escoltas del comandante de la Agencia Estatal de Investigaciones de Chihuahua, hasta Liliana Sandoval Bartada, adolescente Oaxaqueña cuyo cadáver apareció en un despoblado, con huellas evidentes de feminicidio.

Dice Byung-Chul Han que la violencia no desaparece, que varía la forma en que se esconde, la manera con la que elige para aparentar su propia desaparición. "La violencia se camufla", asevera el filósofo coreano: "para permitir que la sociedad subsista". México, sin embargo, contradice al pensador: aquí la violencia ni se esconde ni se camufla, se muestra en todo su esplendor. Pero aún así no la observamos. Nadie habla, por ejemplo, de los 97 muertos que tenemos cada día. Nadie habla, tampoco, de cancelar una elección en las que hay más muertos que propuestas.

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Somos nosotros, los mexicanos, quienes nos hemos camuflado, quienes nos hemos escondido, quienes representamos, día tras día, hora tras hora, nuestra propia desaparición. No queremos ver el peligro en que vivimos, en el que viven todos los demás. A menos, claro, que éste llegue de repente, que nos cimbre un latigazo.

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