Inmigrantes varados a la espera de una familia de acogida
Un albergue para indocumentados en Texas, en la zona cero de la inmigración irregular, es un espejo del drama fronterizo
Una joven inmigrante con los ojos llorosos es consolada por una de las trabajadoras. Un niño de 11 años juega al fútbol y cuenta, con la madurez de un adulto, que viajó con su padre a Estados Unidos y que su madre sigue en Honduras. Dos inmigrantes, mayores de edad, hablan relajadamente en un banco. La Posada Providencia, un albergue para indocumentados en San Benito (Texas), es un oasis de terapia colectiva junto a la frontera con México. Los inmigrantes llegan aquí tras salir de un centro de detención por su entrada ilegal a EE UU. Se están pocos o muchos días. Intentan superar el trauma y prepararse para un futuro incierto. Apenas tienen recursos. Viven a la espera de saber si encontrarán una familia que quiera acogerlos hasta su vista judicial, que determinará si se podrán quedar en EE UU o serán deportados.
“Les ofrecemos hospitalidad, cubrimos sus necesidades básicas, comida y alojamiento”, explica Zita Telkamp, la directora de la Posada Providencia, gestionado por una organización religiosa gracias a donaciones y que abrió sus puertas en 1995 en San Benito, un municipio de 24.000 habitantes, a 14 kilómetros de México. “Les damos un lugar para descansar, para estar menos ansiosos”.
El refugio, compuesto de varias casas bajas rodeadas de campos, es una suerte de remanso de paz en la zona cero de la inmigración irregular en EE UU. Se ubica a medio camino de Brownsville y McAllen, dos localidades fronterizas al sureste de Texas, el área con más entradas de indocumentados.
La Posada Providencia es un espejo del drama en la frontera, avivado desde abril por la política del Gobierno de Donald Trump, derogada el pasado miércoles, de separar a padres e hijos tras entrar ilegalmente al país. El albergue integra la red de organizaciones privadas que asisten a inmigrantes una vez ya están en EE UU pero andan perdidos. Revela la fragilidad de los indocumentados ante un Estado del bienestar que parece lejano y despreocupado. La mayoría no tienen dónde dormir, ni dinero para comer o comprar el billete de autobús que les llevará a su siguiente destino.
Telkamp, que se mudó a Texas tras 49 años como profesora en Misuri, explica que hasta 2012 casi todos los inmigrantes eran hombres. Entonces, en su centro recibían a unas 230 personas al año, a uno o dos menores. Ahora, muchas más mujeres y niños centroamericanos se embarcan en el peligroso periplo hasta EE UU para escapar de la pobreza y la violencia. Entre julio de 2017 y abril de este año, acogieron a 752 personas, un poco más de la mitad eran mujeres y adultos. Pasaron de media 42 días. Desde 1989, cuando el refugio empezó a operar en otra ubicación, han dormido 9.640 personas de 86 países.
La semana pasada, había una veintena de adultos y menores en la Posada Providencia. Las cifras cambian constantemente. Casi cada día, Telkamp recibe una llamada de la policía fronteriza para preguntarle si puede acoger a inmigrantes. La frase que más oye de los migrantes: “Quería venir a EE UU para salvar mi vida y la de mi hijo”. Su mayor miedo: “Se preguntan si su sueño se cumplirá o será una pesadilla”. Y cuando se les deporta, advierte, “no tienen nada” en sus países.
En el albergue se les conecta con médicos, psicólogos y expertos migratorios. Reciben ropa limpia y cuatro horas diarias de clases de inglés. Erika, una venezolana de 43 años, acaba de llegar con su hija de seis años tras pasarse 17 días en un centro de detención. Huyó de la violencia en México con su marido pero, al cruzar a EE UU, fue separada de él aunque tuvo la suerte de seguir con su hija. Ha pedido asilo y sueña con lograrlo: “Vemos a Estados Unidos como nuestra salvación”.
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