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Tribuna
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Lugares comunes (Saransk, Mordovia)

¿Será capaz este país de superar la fantasía de que el voto por el uribismo no es “voto inteligente” ni es “voto informado” ni es “voto de opinión”?

Ricardo Silva Romero

En los televisores planos de ahora se les ven los poros incluso a los políticos. Petro, que ha perdido las elecciones sin lugar a dudas, pero contra viento y marea acaba de conseguir que ocho millones de colombianos voten por él –¡ocho!–, sube a la última tarima de su campaña a dar su particular interpretación de los hechos en vivo y en directo: anuncia que volverá al Senado de la República a liderar una oposición como una resistencia que vigile que no vuelva la guerra, que no se pacte el Gobierno por debajo de la mesa con los mismos tahúres de siempre, que no siga la barbarie contra nuestra tierra, que no se pongan en duda los derechos de la mitad del país, que no se eche para atrás el plan de un metro subterráneo para Bogotá, ay, el metro aquel que no es sólo un sistema de transporte que no existe, sino un estado del alma.

Se ve altivo, lúcido, cansado, porque en estas pantallas nuevas todo se ve demasiado cerca. Se sabe qué está pensando, además, porque lo ha estado pensando en voz alta en las redes sociales desde la mañana. No es un misterio, porque cada vez hay menos misterios y menos silencios y menos secretos en el mundo, pero al menos su monólogo es nuevo y es parecido a una Colombia que alguna vez no cupo.

Digo “al menos” porque luego, cuando Petro ha terminado de reconocer la realidad, sale al escenario de los ganadores el presidente electo Duque. Y su discurso es una suma de lugares comunes, “Dios”, “la más alta votación de la historia”, “la unión de los colombianos”, “la justicia”, “la paz”, que los tenía que pronunciar porque estamos al aire en la televisión abierta, pero es una suma de lugares comunes que agrandan los enigmas que han recorrido esta campaña desde el principio: ¿quién es este exsenador uribista de 42 años, el hábil Duque, que a fuerza de mantener su propio tono ha logrado ganar las elecciones rodeado por el establecimiento en pleno en un país hastiado de su establecimiento en pleno?, ¿por qué no reconoce a su contendor en su discurso?, ¿será capaz de seguirles el paso a tantas culturas recobradas este hombre de mi generación?

Corte a: el expresidente Uribe con los ojos llorosos, en su finca, como un padre orgulloso que ha dejado claro que sigue siendo el padre, como una conciencia nefasta pendiente de que nadie se meta con el pasado, como un político nostálgico en el borde del retiro que empezó a ganar estas elecciones en 2016 –catorce años después de su primera presidencia– desde el doloroso fracaso del plebiscito sobre los acuerdos de paz.

Está claro, en su discurso televisado, que Duque habla la lengua de diez millones de colombianos, ni más ni menos, pero que sus palabras no están llegando a los oídos de estos ocho millones que ya no van a quedarse mudos: ¿cumplirá la promesa fundamental de unir a estos pueblos tan diferentes que han tenido en común la religión, la reivindicación pendiente y la violencia?, ¿conseguirá ser el presidente de un país diverso que ya no les cree las frases célebres a los partidos políticos ni a las jerarquías ni a los apellidos del siglo XX?, ¿acudirá a la imagen manida e insuficiente de la selección colombiana de fútbol, en la ciudad de Saransk, en la República de Mordovia, en Rusia, rompiéndose el alma en su partido contra la selección japonesa?, ¿sobrevivirá su moderada puesta en escena del uribismo a estos televisores digitales que no se pierden ni una sola mancha?

Y, mientras va pasando todo aquello, mientras el beneficio de la duda se va llenando de noticias de última hora, ¿será capaz este país que va desde el centro hasta la izquierda –el mío– de superar la fantasía de que el voto por el uribismo no es “voto inteligente” ni es “voto informado” ni es “voto de opinión”?

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