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Cómo los camioneros han paralizado Brasil

El gremio muestra su poder en el país del mundo que más depende de sus carreteras con una huelga que ha dejado desabastecidos supermercados, gasolineras y aeropuertos

Huelga de camioneros en Sao Paulo.Vídeo: SEBASTIÃO MOREIRA (EFE) / REUTERS-QUALITY

Es viernes al mediodía en el centro de Recife, una ciudad de más de millón y medio de habitantes en Pernambuco, al nordeste de Brasil, pero podría ser primera hora de un domingo a juzgar por lo desértico del ambiente. En lo que debería ser el apogeo del horario comercial, las calles están casi desiertas, por las calzadas apenas pasan coches y hay varias tiendas cerradas. Claudenilson Carlos da Silva, de 34 años, cuenta las mesas vacías del restaurante en el que trabaja. “Si sigue así vamos a tener a que cerrar más pronto hoy”, calcula. “Es hora de comer, esto tenía que estar lleno”.

La experiencia de Claudenilson se repite en distintas ciudades de Brasil estos días. El país entero está inmerso en una huelga de camioneros que hoy cumple una semana y que ha paralizado buena parte de su vida pública, cuando no convertido el día a día en sus 26 Estados en una pesadilla logística. Gasolineras, supermercados, hospitales y aeropuertos han ido quedando desabastecidos con el paso de los días y han retirado algunos de sus servicios; los puertos se van quedando sin nada que exportar y ciudadanos y gobiernos locales buscan desesperadamente fórmulas para salir del paso. Y, como banda sonora de todo este caos, el runrún de soluciones temporales que el Gobierno central de Michel Temer ha ido anunciando y que poco han hecho por cambiar la situación en las calles.

Cuando comenzó la huelga, el lunes pasado, nada apuntaba que iba a cobrar estas dimensiones. Los camioneros protestaban por el precio del combustible, lo cual no parecía descabellado. El valor no ha hecho más que subir desde junio de 2017, cuando la petrolera estatal, Petrobras, empezó a basarse en la oscilación internacional. Pero si Petrobras ha cambiado de política de precios es porque Temer se lo permitió en mayo de 2016, por lo que, en esos primeros días, el Ejecutivo poco pudo —o quiso— hacer. Solo que esa respuesta encerraba un fallo de cálculo: Brasil es el país que más depende de sus autopistas en el mundo. El 58% de su mercancía —y, sobre todo, el 90% de su petróleo—, se entrega por ellas (en Estados Unidos, un país de menor tamaño, solo el 43% del petróleo se mueve así). Los camioneros son el único gremio capaz de convertir al primer país latino en un rehén del tamaño de un continente.

La alarma sonó el miércoles, cuando varias ciudades empezaron a vivir la misma escena: coches agolpados en gasolineras que estaban despachando sus últimas gotas de combustible. El jueves ya se hablaba de crisis. La central de abastos de Río de Janeiro no recibió el 90% de los camiones que esperaba y todas las grandes ciudades recortaron el transporte público a la mitad. En Paraná, al sur, dos universidades cerraron sus puertas. El viernes la crisis se había convertido en un caos nacional. Los aeropuertos ya cancelaban los vuelos por docenas, incluyendo algunos internacionales. São Paulo, la megalópolis más rica del país y hogar de 12 millones de personas, se declaró en estado de emergencia: horas después, el 99% de sus gasolineras se quedaban vacías. Por sus calzadas se empezó a ver repartidores de comida a domicilio a lomos de caballos. Los Estados de Pernambuco y Sergipe también se declararían en emergencia al poco. El aeropuerto de Brasilia canceló 40 vuelos. Una asociación de exportadores de carne anunció que, con la falta de alimentos, morirían 20.000 millones de pollos y 20 de cerdos.

Mientras tanto, en autopistas de todo el país se veían piquetes de camiones con los conductores dentro. El viernes había 534. En uno de ellos, a las afueras de São Paulo, estaba Ademir Wagenknecht, de 43 años, 25 al volante de un camión. “A veces trabajo 10 horas y a veces son 20, y veo a mis hijos tres o cuatro días al mes”, explica. “Un solo neumático ya es absurdamente caro: está a 1.800 reales [490 dólares), que es lo yo cobro por llevar unas cebollas a Santa Catarina [un Estado al sur de Brasil]. ¿Qué me queda si pago tanto diésel? Tengo que pagarlo de mi bolsillo. Yo seguía la profesión de mi padre, que me pasó el testigo. Pero entonces había muchas menos dificultades”.

Durante no pocos momentos de la crisis, el Gobierno ha proyectado la imagen de que sencillamente no sabía qué hacer. No hay precedente en la historia de Brasil para este tipo de problema. La flota de camioneros nunca ha sido tan grande, el Ejecutivo nunca ha sido tan impopular (solo el 5% de la población ve con buenos ojos a Temer) y, sobre todo, el país no tiene práctica alguna tasando el petróleo de forma libre. La norma era que Petrobras modificase artificialmente su valor siguiendo indicaciones políticas, pero cuando Temer llegó al poder, en mayo de 2016, renovó a la cúpula directiva de la petrolera y les dio libertad para cambiar el sistema de precios. Ellos decidieron basarse en la oscilación internacional, la cual no está precisamente a la baja últimamente.

La respuesta del Gobierno

Hace dos semanas el barril de Brent alcanzó los 80 dólares por primera vez desde 2014. Mientras, en el resto del mundo, las economías emergentes como la brasileña sufren los vaivenes del dólar y el real está cada vez más lejos de la moneda estadounidense. O sea, el precio ha subido un 50% en un año y la moneda ha perdido un 4,3% en el último mes. La cerilla y la mecha para la bomba.

Temer intentó ser conciliador al principio. El miércoles se vanaglorió de haber convencido a Petrobras de que bajase el precio del diésel un 10% con respecto al valor internacional, y lo dejase así durante 15 días como gesto de buena voluntad para negociar. Con esto, disparó el miedo a que la política volviese a controlar Petrobras y las acciones de la petrolera se desplomaron al menos un 14%. Solo aquel gesto ya había bajado el valor de la mayor empresa brasileña en 47.000 millones de reales (unos 12.800 millones de dólares). El jueves Temer volvió a la carga. Se comprometió a pagar a Petrobras la diferencia entre el valor internacional del diésel y el precio en las calles brasileñas. Así, el precio no se movería hasta diciembre. No bastó. El viernes el presidente volvió a comparecer y, cuando apareció en televisión, en las calles de Brasilia se escuchó un bocinazo colectivo. Su solución esta vez fue más drástica: amenazó con llamar al Ejército para que despejase las carreteras.

Los piquetes se fueron disolviendo a lo largo del fin de semana. Mientras, el Gobierno aumentó aún más la tensión en su enfrentamiento con los camioneros al acusarlos de hacer locaute, o sea, cierre patronal (en Brasil se adapta el término inglés, lockout), que es ilegal; y de estar asociados con mafias y criminales para presionar a la clase política. Si la idea era enfrentar al gremio con la ira de la población, no le salió del todo bien, al menos de momento. Las pistas dadas hasta ahora indican que, por ahora, el apoyo a los camioneros es algo generalizado. Incluso Claudenilson les manda ánimos desde su restaurante vacío de Recife. “Por mí, que los camioneros sigan, hasta el fin”, dice. “Hasta que les bajen el precio del combustible”.

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