El limbo de los africanos en Israel
“La deportación nunca ha dejado de estar sobre la mesa”, advierte Jack Degedegi, un sudanés amenazado por esta política migratoria
La decisión del Gobierno israelí de renunciar al plan que preveía la deportación voluntaria o la cárcel para los inmigrantes irregulares africanos no ha llevado la calma a estas comunidades entre las que reina la incertidumbre. Los mistanenim (infiltrados) —como los llaman oficialmente en Israel—, creen que aún planea sobre sus cabezas el fantasma de la deportación silenciosa a un tercer país, o del aislamiento en el desierto del Negev, en el centro de internamiento de Holot, clausurado el mes pasado por su elevado coste de mantenimiento y que el Gobierno estudia ahora reabrir.
“Cuando emigré en 2008, elegí Israel porque era el único país de la zona cuyo Gobierno no mantenía contactos con el de Sudán y por tanto el único que me garantizaría no ser devuelto y seguir vivo. Ni siquiera sabía qué tipo de vida había aquí”, explica Jack Degedegi, inmigrante de Darfur que huyó del “exterminio de los opositores al régimen” en su región.
Degedegi llegó primero a Egipto, pero pronto se dio cuenta de que la situación allí no era nada halagüeña. “Sin derechos, confinados en campos y perseguidos por el Gobierno de El Cairo que resultó ser una extensión del sudanés”, denuncia. Contactó con una mafia que le cobró 300 dólares (250 euros) por llevarle a la frontera israelí. “Éramos unos 30. Nos llevaron hacinados unos sobre otros en una pick-up [furgoneta] hasta una casa en medio del desierto del Sinaí donde estuvimos tres días en los que sólo nos daban una taza de agua y un trozo de pan. A las dos mujeres del grupo se las llevaron una noche, las violaron y las devolvieron al grupo como si nada”, recuerda emocionado.
Asegura que ni siquiera en Darfur había sido testigo de algo así. La noche en que los dejaron en la frontera, los soldados egipcios los detectaron y comenzaron a disparar indiscriminadamente. “Corrimos en línea recta huyendo de las balas pero sin saber a dónde”, cuenta. Horas después, otros militares les hablaron en árabe y, pensando que eran de nuevo los egipcios, emprendieron otra huida. “Hicimos lo más estúpido del mundo porque resultó que eran israelíes, pero era de noche y no lo sabíamos. Cuando nos capturaron vimos que su trato era completamente diferente. Nos dieron comida y en ningún momento nos sentimos amenazados”, dice Jack.
Tras 50 días en la prisión de Saharonim, en el desierto del Negev, asegura que los dejaron libres y les dieron un billete de autobús con dirección al sur de Tel Aviv, donde estuvieron meses viviendo en un parque. “El dueño de un bar, Jackob, de vez en cuando nos daba comida porque sabía que éramos nuevos, pero no teníamos techo”, cuenta. Los más afortunados compartían habitación en viviendas ruinosas en el sur de la ciudad. Su suerte cambió cuando un empresario se les acercó y les ofreció trabajo en el Hotel Ramada de Jerusalén. El sueldo no importaba, tendría alojamiento así que no se lo pensó y aceptó.
Política errática del Gobierno de Netanyahu
Los bandazos en materia de inmigración del Gobierno hebreo y su tira y afloja con los tribunales de Israel —uno de los primeros países en ratificar la Convención Relativa al Estatuto de los Refugiados de 1951— tampoco han ayudado a solucionar la crisis. En poco más de tres meses, el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, pasó de querer deportar, a finales del año pasado, a unos 38.000 inmigrantes a terceros países como Ruanda y Uganda, a cambio de incentivos económicos para las naciones de acogida, a darles un ultimátum por el que en plazo de 90 días tendrían que elegir entre la "deportación voluntaria" o el encarcelamiento. Una fórmula que la justicia hebrea se encargó de echar por tierra conminando al Ejecutivo de Netanyahu a presentar los detalles del plan y hacer hincapié en que este debería ajustarse a la legalidad.
El pasado 1 de abril, el líder israelí sorprendía con el anuncio de un acuerdo con la ONU para deportar al menos a 16.250 africanos irregulares pero, menos de 24 horas después, cedía a las presiones de los miembros de su coalición de Gobierno y lo cancelaba. El temor a un efecto llamada, que hiciese peligrar el carácter judío de Israel, se impuso. Finalmente, la semana pasada, al vencer el plazo que le había dado la Corte Suprema para encontrar una solución legal, remitió al tribunal un escrito por el que anulaba el controvertido plan de deportación.
Según los responsables del Centro de la Comunidad Africana de Jerusalén (JACC en sus siglas en inglés), en la Ciudad Santa hay unos 3.000 inmigrantes africanos en una situación similar a la de Jack. “La mayoría son familias con niños pero también hay hombres solteros que temen ser deportados”, asegura Rachel Gerber, Coordinadora de Proyectos del JACC.
Desde la institución fundada hace poco más de tres años, se les facilitan servicios de salud, educación y empleo. Tanto Rachel como Jack y sus compatriotas denuncian lo que llaman “política deliberada” del Gobierno israelí para dificultar el día a día de los refugiados y que acaben optando por marcharse.
"Hemos pasado de tener 70 a 400 mujeres jóvenes que se prostituyen porque cada vez les es más difícil ganarse la vida. Las peticiones de asilo son sistemáticamente rechazadas o ignoradas. Quienes poseen visa temporal, no tienen la renovación garantizada. Como tienen la piel negra, son un objetivo muy fácil, especialmente en el sur de Tel Aviv".
El progresivo endurecimiento de la conocida Ley antiinfiltración ha sido uno de los instrumentos utilizados para favorecer la marcha de estos africanos. “Los que trabajan a la espera de regularizar su situación ven cómo se les priva de un 36% de su ya de por sí bajo salario. Desde que entró en vigor la llamada Ley de depósito (en mayo de 2017), se les retiene un 20% del sueldo que pueden recuperar después, siempre y cuando se marchen a otro país. A eso hay que sumarle el 16% que el empleador en Israel está obligado a retener al trabajador”, asegura la trabajadora social. Según los datos que manejan en el JACC, sólo un tercio de los inmigrantes deportados recuperó su dinero. “Son los empleadores quienes no se lo devuelven, pero es culpa del Gobierno por no articular los mecanismos de control necesarios”, critica.
El JACC denuncia también el interés que existe en echar a los inmigrantes africanos en situación irregular por parte de empresas cuyo negocio es captar empleados asiáticos y de otros lugares que “pagan” para trabajar en Israel. “Va en interés de esas empresas que los africanos que ya están aquí se marchen para traer otros inmigrantes. Los que ellas traen, por ley, solo pueden estar entre cinco y siete años, con lo que luego los renuevan y de nuevo hacen negocio”, asegura Rachel.
“No nos engañemos, Israel no se va a enfrentar al efecto llamada que supondría darnos una salida digna. Nosotros sabemos que la deportación nunca ha dejado de estar sobre la mesa”, advierte Jack
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