Colombia, entre el blanco, el negro y los grises
Los comicios de mayo demostrarán el grado de diversidad ideológica de los ciudadanos
La noche del 2 de octubre de 2016, Colombia entera miraba con incredulidad las pantallas de sus televisores, o de sus teléfonos, ordenadores y tablets. La mitad del país sentía al mismo tiempo júbilo, mientras la otra mitad se sentía decepcionada, triste e incluso enfadada. Esa noche, contra todo pronóstico, el no ganó el plebiscito sobre los acuerdos de paz con las FARC. Lo hizo por apenas 50,000 votos, cuando las encuestas le daban más de 20 puntos de ventaja. Además, tanto la opinión pública internacional como el debate nacional había dado por sentado que no se podía decir que no a un proceso de paz tras un conflicto civil de más de medio siglo.
Los resultados del plebiscito fueron casi un calco geográfico e ideológico de lo que se vio en la segunda vuelta de las presidenciales de 2014. En aquel momento, el actual presidente, Juan Manuel Santos, venció por una escasa diferencia a su rival Óscar Iván Zuluaga. Zuluaga se presentaba por el Centro Democrático, partido creado, apadrinado y controlado por el expresidente Álvaro Uribe. El pilar de su campaña fue precisamente el rechazo a la negociación que tenía lugar en aquel momento con las FARC y que desembocaría en el acuerdo y el plebiscito para refrendarlo. El país ya estaba dividido en dos mitades entonces, y siguió estándolo en 2016. Parece que en 2018 la cosa no ha cambiado demasiado.
La coalición de votantes que sostuvo y sostiene el expresidente aúna sensibilidades reaccionarias con otras de cariz más moderado, escépticas o sencillamente incómodas con el proceso de paz. Hoy en día la representa Iván Duque, Actual candidato presidencial del Centro Democrático y líder en todas las encuestas para la primera vuelta que tendrá lugar el 27 de mayo. Los cálculos más conservadores le dan poco más de un 30% del voto, algo por encima de lo que obtuvo Zuluaga en su momento. Duque tiene un perfil más joven y más centrado que el de su antecesor, lo que le otorga algo más de recorrido entre los moderados. Pero sigue bajo la alargada sombra de Uribe, lo cual se lo pone difícil para obtener la mitad más uno de los sufragios, única manera de evitar la segunda vuelta: como en 2014 y en 2016, el uribismo sólo está en posición de obtener mayoría absoluta si la decisión a la que se enfrenta el votante es una de blanco o negro. Mientras haya grises, la porción menos extrema preferirá verlos.
Es con la existencia de esos tonos variados con lo que contaba Germán Vargas Lleras para asegurarse un billete en la segunda vuelta. Penúltimo vicepresidente de Santos hasta que dejó la posición para competir en precampaña, líder de un partido (Cambio Radical) que a pesar de nacer como contraposición a las viejas formas de hacer política se ha convertido en sinónimo de clientelismo para sus críticos, Vargas se ubicó desde un primer momento en el espacio del centro-derecha moderado, Intentando distanciarse del Ejecutivo del que hizo parte. Sin embargo, la aparente fuerza con la que Duque entró en escena tras su confirmación como candidato tras las consultas primarias del 11 de marzo le hizo adelantar lo que probablemente iba a ser de todas maneras su estrategia en segunda vuelta: volver al redil del “sí”, ocupando un espacio que sólo puede definirse como de “viejo centro”.
A mediados, incluso finales de 2017, cuando las encuestas no decían nada porque no había candidaturas cerradas y todos hablábamos sin números sobre la mesa, eran muchos en los mentideros de Bogotá quienes daban por favorito a Vargas. Su capacidad de movilizar maquinaria y su pragmatismo (otros, quizás más idealistas, dirían cinismo) le dejaban campo que recorrer. Pero los últimos tres meses han sido la historia de la pinza a Vargas Lleras. Si por la derecha ha sido Duque quien ha logrado colocarse en una posición que mejora incluso a la de Zuluaga en 2014, en la izquierda ha llegado alguien a disputarle el segundo puesto necesario para competir por la presidencia el 17 de junio: Gustavo Petro.
Petro es al mismo tiempo producto y causante de una paradoja que le beneficia. Por un lado, su candidatura llega con un ciclo que se agota: el del conflicto interno como tema preponderante. Ya se estaba agotando en 2016, y por eso el no sumó a su campaña elementos muy alejados de la negociación con las FARC, relacionadas con el modelo social y productivo. Pero, por otro lado, que la cuestión de la paz deje de ser central no quiere decir que el abanico de posiciones se amplíe. Las libertades individuales, el ordenamiento económico y por supuesto la seguridad nacional son ejes que corren en paralelo. Lo cual sigue dejando a Duque en la derecha, a Petro en la izquierda, y a Vargas Lleras entre ambos. El exalcalde de Bogotá aprovecha esta unión de todas las dimensiones para hacerse fuerte en su extremo: paz, redistribución, justicia social, derechos de las minorías (particularmente de aquellas que le pueden ofrecer un mayor caudal de votos). Según las encuestas, esto le podría dejar en el 25% necesario que, más o menos, sirve como umbral aproximado para alcanzar la segunda vuelta.
Sin embargo, la diferencia fundamental entre Petro y Duque es que mientras éste sí podrá probablemente capitalizar todo el voto del no cuando la elección se vuelva blanco o negro (si ya lo hizo Zuluaga, si ya lo hizo una campaña particularmente intensa como fue la del plebiscito, ¿por qué no alguien con un perfil más tranquilo?), es poco probable que Petro logre lo mismo. No sólo le falta la maquinaria del “viejo centro” o “viejo liberalismo”, aquella que en teoría le dio a Santos el margen suficiente en 2014 para vencer, que hoy Vargas Lleras intenta afianzar para sí. Además, su contraposición con el otro candidato progresista es tan profunda que no queda claro cuántos de sus votos podrá heredar.
El colapso de todos los temas en un solo eje ideológico cuenta con una excepción notable: corrupción, institucionalidad y regeneración democrática. Es aquí donde Sergio Fajardo destaca en su discurso, si bien lo hace junto al propio Petro: identifican un problema en común, pero ofrecen soluciones distintas. Fajardo lideraba las encuestas hace cuatro, cinco meses. Así que muchos de sus simpatizantes se preguntan por qué su candidatura centrista, a favor de las reglas de juego, liberal en lo social y también en lo económico, se ha venido hundiendo hasta el entorno del 10%-15%. La respuesta es que en realidad nunca se hundió porque jamás llegó a despegar. Ningún sondeo le daba más del 21% cuando iba en cabeza, normalmente estando por debajo de los 20 puntos. En un momento en el que abundaban los indecisos porque faltaban candidaturas por decidir, plataformas por definir y acuerdos por cerrar, que el preferido de los votantes urbanos de estrato 4 en adelante llegue al 20% no sólo no es extraño, sino que es lo normal. En el momento en que Petro y Duque monopolizaron la estructura del debate en el eje dominante, Fajardo se difuminó.
En un momento dado, muchos le han acusado de no concretar sus propuestas lo suficiente. En realidad, lo que esto quería decir es, más bien, que no estaba hablando en los mismos términos que la mayoría de los votantes, o al menos que aquellos que dominaban el debate. Es cierto que algunos datos recientes le dan cierto margen para la esperanza, pues ha repuntado en algunos sondeos. Pero la magnitud del vuelco necesario requiere de una palanca de la que carece, en tanto que los votantes de Petro se alejan de él y no puede acercarse a los de sus rivales por la derecha dada la propia naturaleza de su propuesta política.
Mientras, Duque se comporta como quien espera en la línea de meta de una semifinal a ver quién le acompañará en la batalla definitiva. Observa a Vargas, a Petro y a Fajardo prácticamente desde el futuro, desde el 27 de mayo por la noche. Intuye o espera que Petro sea menos competitivo por lo arriba referido, y probablemente teme a Vargas más que a nadie porque estaría en posición de repetir los resultados de 2014. Fajardo, por su lado, es una incógnita: es cierto que cuenta con muy poco rechazo en los sondeos, lo cual le daría recorrido, pero también lo es que no puede prometer nada a quienes Vargas sí les puede prometer cosas, a cambio de votos. Su mentor, Antanas Mockus, ya pasó por algo así en 2010: una segunda vuelta a la que llegó impulsado por una ‘ola verde’ que se estrelló contra el establecimiento. Curiosamente, representado en aquel entonces ni más ni menos que por Juan Manuel Santos, que después pasaría a renegar de su pasado con Uribe para acoger bajo su ala incluso a votantes mockusianos que, aunque a regañadientes, le dieron su apoyo al antiguo enemigo por el fin del conflicto. Es decir: gracias, de nuevo, al “blanco o negro”. Fue entonces cuando se consolidó la duplicidad que marcó Colombia en 2014 y en 2016. En unas semanas veremos hasta qué punto sigue haciéndolo en 2018, aunque ahora se haya vestido con nuevos y más variados ropajes ideológicos.
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