La Commonwealth o el traje nuevo del imperio tras el Brexit
Los euroescépticos que enarbolan la comunidad de naciones como una alternativa comercial superior al mercado único venden, como los sastres del cuento de Andersen, una fantasía
Ocupa una quinta parte de la superficie terrestre. Contiene casi un tercio de la población mundial. Pero la Commonwealth, la comunidad de naciones que surgió del Imperio británico en los años 40, cuyos líderes se reúnen esta semana en Londres por primera vez desde que Reino Unido decidió abandonar la UE, afecta hoy poco a las vidas de los ciudadanos de países bajo ese nostálgico paraguas. Los laxos vínculos que los unen quedan patentes en la propia definición del club: “Una comunidad diversa de 53 naciones que trabajan juntas para promover la prosperidad, la democracia y la paz”.
Como los sastres del cuento de Hans Christian Andersen, los más forofos del Brexit han querido vender a los británicos el viejo club como el prodigioso nuevo traje con el que vestir a Reino Unido una vez recobre su soberanía plena. Un luminoso manto de economías emergentes para reemplazar al decadente y burocratizado corsé de la Unión Europea. Un grupo de naciones que comparten un idioma común, sistemas administrativos y legales semejantes e incluso, sostienen los más entusiastas, el mismo sentido del humor. Un bloque comercial más coherente, en fin, que la irritantemente diversa Unión Europea. “La perfecta alianza para el siglo XXI”, resumía el conservador The Spectator en su editorial de la semana pasada. Pero, igual que en el cuento de Andersen, los tozudos datos dibujan un imperio, para quien se atreva a verlo, más bien tirando a desnudo.
La realidad es que la Commonwealth, una treintena de cuyos miembros son países pequeños con menos de 1,5 millones de habitantes, es hoy un mercado menor, disperso y fragmentado que, además, carece de la integración económica del mercado único al que renuncia Reino Unido con el Brexit. La Commonwealth es en la actualidad el destino de menos del 10% de las exportaciones británicas, frente al 50% que van a la UE. Reino Unido comercia más con Bélgica y Luxemburgo que con Canadá y Australia, dos de las mayores economías de este club de países. Exporta más a Polonia que a cualquier miembro de la Mancomunidad de Naciones. Solo cuatro de los países del grupo reciben más de un 1% de las exportaciones británicas.
Hasta los albores de la campaña del Brexit, pocos se habrían atrevido en serio a hablar de la Commonwealth como la salvación de la economía británica. Era la típica propuesta que uno podía encontrar en territorios marginales. Por ejemplo, en el programa electoral de 2010 del populista y antieuropeo UKIP, que prometía una “Zona de Libre Comercio de la Commonwealth” que supondría el 20% del comercio internacional, un programa que el propio Nigel Farage, líder del partido, calificaría de “estupidez” cuatro años después.
El auge del euroescepticismo fue sacando la idea del cajón de las extravagancias y se coló, con una redacción menos entusiasta, en el programa electoral del Partido Conservador de 2015. Hablaba de “reforzar los lazos con los aliados de la Commonwealth”. Con el referéndum del Brexit ya en el horizonte, el entonces vocero de los eurófobos y hoy ministro de Exteriores, Boris Johnson, llegó a decir que Reino Unido había “traicionado” a la Commonwealth al unirse al proyecto europeo en 1973. Todo una evolución del pensamiento de alguien que, en un artículo periodístico de 2002, escribió que parecía que a la reina Isabel II le gustaba la Commonwealth “en parte porque le proporciona regularmente masas entusiastas de negritos agitando banderas”.
El anhelo nostálgico de revivir el imperio está basado, por otra parte, en la discutible asunción de que la prioridad de los países de la Commonwealth es reforzar sus lazos con Reino Unido y no con la UE, hoy la segunda mayor economía del mundo, o con otras regiones. Las energías de Canadá, por ejemplo, están en proteger el acuerdo comercial de Norteamérica que Donald Trump quiere revisar; Australia y Nueva Zelanda miran al dinamismo del Asia Pacífico, y a India no le convendría poner en peligro sus negociaciones de un acuerdo comercial con la UE por uno menor con Reino Unido.
Olvida la hinchada eurófoba que la mayoría de los países de la Commonwealth estuvieron en contra del Brexit, pues tener a Reino Unido en la mesa europea les resultaba útil para hacer oír sus intereses. El Brexit, como advertía la economista Geethanjali Nataraj en el rotativo indio The Financial Express, perjudicará el acceso de los grandes países de la Commonwealth al mercado único europeo a través de Londres y podría desincentivar las inversiones indias en Reino Unido.
Cuando en 2016 Theresa May propuso un acuerdo de libre comercio al primer ministro indio, la reacción de Narendra Modi no fue la que se habría esperado de un maharajá del siglo XIX ante el poder imperial: le pidió a cambio que relajara las restricciones a la inmigración india. Algo que May no pudo aceptar: frenar la inmigración fue uno de los principales motores del Brexit, y sería complicado vender a los votantes británicos que ahora, en vez de a franceses o polacos, se abrirán las puertas a indios o australianos.
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