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Los rohingyá que han sobrevivido a Birmania afrontan los riesgos del monzón

Los 700.000 miembros de esta minoría que han huido a Bangladés desde agosto, las autoridades locales y las ONG que les atienden se preparan para la temporada de lluvias

Vista general del campo de refugiados más grande del mundo, Kutupalong (Bangladés), donde viven 700.000 rohingyá.
Naiara Galarraga Gortázar

Hamida Begun esperó a que la hija que le arrebataron los soldados regresara a casa. Tres meses tardó en volver. Hamida vendió entonces todo y huyó con lo que quedaba de su familia. Vendió los pollos. Vendió los patos y vendió los utensilios de cocina. Con lo que reunió y un préstamo de los vecinos, emprendió la caminata desde Myanmar rumbo al otro lado de la frontera, a Bangladés, con su hija Formida, de 18 años, y el pequeño Mohamed Rafia, de ocho. La joven rohingyá es parca en detalles sobre el cautiverio. Murmura que había otras muchachas, que cada una tenía un cuarto. Su madre añade que cocinaba para la tropa birmana, sí, y que también abusaron sexualmente de ella. Los investigadores de la ONU han constatado que “mujeres y chicas fueron secuestradas, detenidas y violadas por las fuerzas de seguridad en campamentos militares” y se ha reunido con mujeres que “mostraban mordiscos profundos fruto de actos de violencia sexual”, según un informe preliminar de marzo.

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La megaciudad de refugiados rohingyá que ha brotado en Bangladés

La persecución de la familia de Hamida ilustra la persecución de esta minoría de musulmanes, apátridas desde hace décadas en Myanmar, país de mayoría budista. Son sistemáticamente discriminados desde hace décadas. Tras la huida masiva, quedan en Myanmar en torno a medio millón de rohinyá. Al sumarse a quienes huyen dejó atrás a dos hijos. Uno de 15 años, asesinado en agosto al inicio de la brutal ofensiva militar que devino en la huida masiva, y otro de 20 años, detenido entonces. Desconoce qué fue de él. “No sé si está vivo o muerto”, apunta esta estoica viuda de 50 años. Cuenta mientras hace el gesto de disparar que “los militares se llevaron a las muchachas y torturaron a los adultos que intentaron impedirlo”. Sin sus hijos mayores –el sustento familiar—y con terror a que le arrebataran de nuevo a Formida, se unió al éxodo rohingyá. Es una recién llegada. Ocho días lleva en el campo de refugiados de Kutupalong, el más grande del mundo. Brotó a partir de agosto en Cox’s Bazar, una ciudad costera donde los ricos de Dacca pasan el fin de semana. Imposible planificarlo.

La ONU y Estados Unidos acusan al Ejército de Myanmar de limpieza étnica en lo que este denomina “operaciones de limpieza” contra terroristas en represalia por los ataques en que insurgentes rohinyás mataron a 12 policías el 25 de agosto. Más de 6.700 fueron asesinados en el mes siguiente, según Médicos Sin Fronteras.

Cuesta creer que, hasta agosto, esta tierra seca salpicada de empinadas colinas que ahora ocupa el megacampo era un bosque. Nunca antes en las últimas décadas, tantos refugiados huyeron en tan poco tiempo. Las magnitudes abruman. En un mes, medio millón de rohinyá se plantó en esta estrecha lengua de tierra. En seis meses sumaban 700.000 personas, más de las que viven en Atenas o un puñado de capitales europeas más. Aquel bosque es ahora un mar de chabolas que ocupa 14 kilómetros cuadrados, algo más de la superficie de Melilla. Para lo más básico, tienen 4.000 pozos de agua y 40.000 letrinas (la mitad ya saturadas). Semejante desembarco en un país superpoblado como Bangladés (160 millones en el territorio de Grecia) donde la tierra es un bien preciadísimo es un desafío logístico para el Gobierno local y las agencias internacionales.

Perseguidos por el Ejército birmano y sus propios vecinos, ahora los persigue el clima.

Una rohingyá en el campo de Kutupalong (Bangladés).
Una rohingyá en el campo de Kutupalong (Bangladés).K. M. ASAD (UE / ECHO)

En unos días, a lo sumo semanas, comienza el monzón. Y luego, los ciclones. Dice la estadística que entre primavera y otoño aquí lloverá casi el doble de lo que llueve en Reino Unido en un año. Tanto los anfitriones como los huéspedes están acostumbrados a las lluvias torrenciales pero ahora les pillará hacinados en un terreno recién deforestado y sin poder ser evacuados (los rohinyás no pueden abandonar los campos). “Dada la topografía existe un gran riesgo de que haya muertos”, recalca Suranga Mallawa, la francesa representante sobre el terreno a la agencia de ayuda humanitaria de la UE, ECHO, que organizó el viaje a Cox’s Bazar de este y otros diarios europeos.

Todos los implicados insisten en que prepararse para el monzón es una carrera contrarreloj. Acnur, la Agencia de la ONU para los Refugiados, estima que 150.000 personas (incluido todo el campo de Unchiprag con sus 22.000 acogidos) tienen que ser trasladadas porque están en zonas con riesgo de corrimientos de tierra e inundaciones. Hay que explicárselo a los afectados. Refugiados voluntarios van casa por casa. El asunto requiere diplomacia fina. “A veces una familia en riesgo puede convertirse en 10 reasentadas porque no quieren romper los vínculos familiares y sociales”, explica el portugués Manuel Pereira, coordinador de emergencias de la Organización Internacional de las Migraciones (OIM) en el campo de Balukhali.

Pero encontrar un trozo de tierra donde reubicarlos es arduo. “Necesitamos tierra plana, adecuada”, recalca Mallawa. Cientos de refugiados aplanan a mano (porque ni la orografía ni Bangladés permiten las excavadoras) varias colinas bajo la dirección de Acnur. La OIM da cursillos a una persona por familia sobre cómo reforzar las chabolas. Es fundamental que los cimientos sean en cruz, no puras estacas que vuelan fácilmente. Les entregan una bolsa con las herramientas que sirve también para trasladar lo imprescindible si hay que huir del agua.

La familia de Hamida Begum no posee nada. Lo puesto. Están en un campo de tránsito a la espera de que Acnur les inscriba y les asigne un hueco donde levantar su chabola. “Si para cuando llegue el monzón me dan una tienda en el campo, estaremos bien”, asegura confiada.

Una vez instalada tendrá acceso al reparto inicial de arroz, lentejas y aceite, a atención sanitaria y psicológica dispensada por diversas ONG. El campo de Kutupalong es una megaciudad en la que hay cientos de miles de niños (el 55% de los refugiados) y poquísimos ancianos (el 3%), los refugiados cobran una paga por hacer obras, por ejemplo la canalización (sin cemento, que está vetado por Bangladés), los bidones guardan ordenadas colas hasta que hay agua y se divide en una veintena de barrios. La gente vive hacinada. En el denominado campo 18, los únicos montículos sin viviendas son los que albergan los siete cementerios. Además hay 63 mezquitas (los birmanos han destruido numerosos templos de los rohinyás) y 20 madrasas o escuelas gestionadas por los propios refugiados, explica un expatriado de la OIM.

Atender las necesidades de los refugiados rohinyá requiere para este 2018 casi mil millones de euros, de los que solo se ha comprometido un 7%, según la representante de ECHO. La agencia de la UE, que financia proyectos de salud, cobijo, agua, saneamiento, nutrición y apoyo psicológico, trabaja con esta comunidad desde 2007 y ha aportado 22 millones desde el inicio de la crisis.

La crisis de los rohinyás no es nueva, viene de lejos. La magnitud es lo novedoso. A finales de los setenta y principios de los noventa decenas de miles huyeron a Bangladés. La mayoría regresó mediante programas de repatriación coordinados por la ONU. Sobre el papel ese es el plan ahora. Pero nadie cree que se den las condiciones que todos en los campos de refugiados repiten como una letanía: “Repatriación digna, segura y voluntaria”. Las autoridades de Myanmar y Bangladés firmaron el acuerdo de repatriación en noviembre. Los bangladesíes elaboraron un listado de 8.000 potenciales repatriados; los birmanos solo aceptaron 556 nombres, explica el comisionado de Ayuda y Repatriación de refugiados, Mohammad Abul Kalam, que no detalla cómo elaboraron la lista. Kalam muestra su enfado ante los obstáculos de sus vecinos. “Dicen que son de Arsa… ”, el grupo armado rohinyá que perpetró en agosto los ataques que desataron la represalia militar. El comisionado lo niega y alerta de que “si sigues oprimiendo así a una comunidad es probable que la gente se radicalice”. Sostiene que “la única solución duradera es que Myanmar reciba a esta población con sus honores y derechos. Y si es posible, que se haga justicia”.

Un grupo de mujeres y niños espera ser atendido en un centro sanitario en el campo de refugiados de Leda.
Un grupo de mujeres y niños espera ser atendido en un centro sanitario en el campo de refugiados de Leda.K. M. ASAD (UE / ECHO)

Bangladés, con 163 millones de habitantes en menos de 150.000 kilómetros cuadrados, es uno de los países más densamente poblados del mundo. Y su empeño por ganarle terreno al mar es constante. Ante el desembarco de 700.000 rohinyás en solo unos meses y la presión demográfica que supone, el Gobierno ha rescatado un antiguo plan de poblar una isla —más bien un cúmulo de sedimentos que emergió hace años— y pretende trasladar allí en junio a unos 100.000 de los refugiados acogidos en tierra firme. Bhashan Char (que significa isla flotante) está en la bahía de Bengala.

Mientras la Marina bangladesí se afana en construir 1.440 refugios de gran tamaño donde ubicarlos, según el diario Dhaka Tribune, y en acondicionar el lugar —deshabitado— la ONU y las otras agencias que atienden a los refugiados exigen detalles técnicos y expresan sus recelos. “La UE está preocupada por esta propuesta”, explica en Cox's Bazar, Suranga Mallawa, representante de la agencia humanitaria de la UE, ECHO, sobre el terreno. Las dudas son muchas y notables. “La información que tenemos es que la isla es inundable. Y tampoco sabemos si, una vez allí, tendrán posibilidades de trabajar o acceso a servicios. Y lo más importante es cuál será su libertad de movimientos o si les darán esa información antes de trasladarlos. Tampoco está claro cómo serán elegidos”, añade Mallawa.

Cada día llegan nuevos refugiados, ahora con cuentagotas.

Y la semana pasada fueron interceptadas dos pateras de rohinyás rumbo a Malasia e Indonesia.

Hamida Begum pidió que la instalaran con sus hijos junto a otra hija que la ha hecho abuela y que huyó meses atrás. Pero es imposible. No hay espacio. Tendrá que ir a otra zona de esta megaciudad de chabolas. Pero está contenta. Estará rodeada de antiguos vecinos en Myanmar. Antes o después, los refugiados se reacomodan para reproducir sus barrios y pueblos en los campos.

Sobre la firma

Naiara Galarraga Gortázar
Es corresponsal de EL PAÍS en Brasil. Antes fue subjefa de la sección de Internacional, corresponsal de Migraciones, y enviada especial. Trabajó en las redacciones de Madrid, Bilbao y México. En un intervalo de su carrera en el diario, fue corresponsal en Jerusalén para Cuatro/CNN+. Es licenciada y máster en Periodismo (EL PAÍS/UAM).

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