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Pistolas, fuego y sangre en la tierra de la deforestación silenciosa

Durante décadas y mientras nadie miraba se ha deforestado la mitad de la sabana más rica del mundo. EL PAÍS viaja a sus esquinas más profundas

Tom C. Avendaño
Balsas (Maranhão) / Forquilha (Piauí) / Sussuarana (Tocantins) -

Esta es una guerra nueva. Durante siglos y hasta hace relativamente poco, el consenso mundial era que el Cerrado no valía nada. Que de aquel suelo ácido y sin nutrientes no podría nacer nada de valor. Pero en 1973, durante la dictadura militar brasileña, los generales que dirigían el país fundaron Embrapa, la Empresa Brasileira de Pesquisa Agropecuária (Empresa Brasileña de Investigaciones Agropecuarias) y le pusieron como prioridad lograr lo imposible: convertir ese terreno yermo en algo fértil.

Lo imposible se logró en cuatro pasos. Primero, regar el suelo con cantidades ingentes de caliza para reducir la acidez. Segundo, traer de África una hierba llamada brachiaria y cruzarla hasta obtener brachquiarinha y después braquiarão, variedades perfecta para este nuevo suelo: crecía más rápido que la original. De repente, esta tierra de nadie podía pasar a ser pasto de todos. Tercero, cruzar tipos de soja, una planta de latitudes templadas, hasta obtener una versión milagrosa que creciese bajo el sol abrasador, en los suelos ácidos, y en dos cosechas anuales. Y cuarto, popularizar la idea de que la soja se recoge cortándola del tallo, no arando la tierra; si el tallo se pudre en el suelo, este absorbe los nutrientes. El resultado fue impresionante. Donde no tenía nada, Brasil poseía ahora cientos de miles de kilómetros cuadrados de suelo agropecuario. De la sabana africana había salido un medio oeste americano, un paraíso para alimentar un mundo superpoblado y enriquecer a quien se diese prisa. Aun hoy se llama a esto El Milagro del Cerrado.

La industria se disparó. De importar comida, Brasil pasó a ser uno de los principales exportadores. En 1996 la producción agrícola alcanzó los 23.000 millones de dólares. En 2006 fueron 108.000. Aquel año se entregó el World Food Prize a los ingenieros que habían trabajado en Embrapa: la organización describió el Milagro del Cerrado como “uno de los mayores logros del siglo XX en ciencia agricultural”. El año siguiente, el entonces secretario de Estado de EE UU, Colin Powell, admitió que Brasil se había convertido en una “superpotencia agrícola” que podía plantarle cara a su país. En 2017, Brasil fue el segundo exportador de soja del mundo, con una cosecha récord de 242 millones de toneladas. Tras cuatro años metido en la peor recesión económica en décadas, el país ha visto cómo la agricultura industrial ocupa el 23% del PIB, su puesto más alto en 13 años: en parte por los 51 millones de toneladas de soja que le vendió a China, muchos de los cuales se han cultivado aquí. Brasil es un país enganchado a sus propias cosechas y el Cerrado es una pieza fundamental de la maquinaria.

Pero el milagro se diseñó pensando a lo grande en una tierra llena de habitantes pequeños. “Embrapa no ha adaptado estas prácticas a los granjeros, que están más preocupados en mantener sus tierras que en aumentar su eficacia”, alertó en 2010 Joerg Priess, del alemán Centro de Investigaciones Ambientales Helmhotz. El Ministerio de Agricultura se niega a dar datos exactos, si es que los tiene, pero se calcula que el éxodo de agricultores familiares ha sido dramático. El último censo es de 2006 pero en él ya se ve que el 90% de las granjas ocupa el 25% de la tierra. Eso mientras las granjas menores de 10 hectáreas están desapareciendo inexorablemente desde 1985 (el resto de granjas no para de multiplicarse). Todo esto según el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística. “Hay bastante discusión sobre la fiabilidad de esos datos”, alerta David M. Lapola, de la Universidad de Campinas – UNICAMP.

“Ten en cuenta que estas comunidades pequeñas no son centros urbanos: están en áreas remotas y eso complica el unirlos y movilizarlos. Las integran personas pobres, negras, indígenas. Gente excluida, históricamente”, alerta Gerardo Cerdas, representante de la ONG ActionAid en el comité directivo de la Campaña de Defensa del Cerrado. “Hay gente que para poner una denuncia tiene que viajar mil kilómetros de ida y otros tantos de vuelta”.

Al transformar el suelo se cambió el lugar entero. El Cerrado es un lugar donde solo crecen los grandes.

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Sussuarana (en el Estado de Tocantins)

En esta isla, al este del Estado de Piauí, hubo durante décadas una sola una regla: se hacía lo que decía Renato Miranda Carvalho. Él era el dueño de la tierra, que se encuentra en el cruce de dos ríos. Las 19 familias que viven en ella desde hace décadas podían quedarse allí, en sus casas desvencijadas, sin pagar, pero tenían que trabajar para él. Él tenía 3.000 hectáreas, ellos 500. Él era respetado; ellos, pacíficos. Entonces llegó un hombre de fuera, cuestionó la regla, y Renato sacó las pistolas.

Esta es una historia de violencia en el Cerrado, donde los conflictos territoriales se resuelven antes con una pistola que con una sentencia judicial. Forquilha resistió cuando salieron las armas: no todos pueden decir lo mismo. Aún hoy, en la victoria, tienen que convivir con el trauma. “¿Ves ella? Aún sufre ansiedad cuando ve por aquí una furgoneta que no conoce, pero eso no ocurre con mucha frecuencia. Hemos tenido que llevarla a urgencias ya un par de veces”, explica Marcone Ramalho, 29 años, cuya familia lleva dos generaciones en esta isla: es el contador de historias no oficial de la comunidad. Señala a una mujer negra reunida con otras en el porche de una vivienda.

Forquilha parece hoy una zona de guerra en reconstrucción. Todas las casas están cerca la una de la otra, lo que da una sensación de pueblo; son de adobo y barro las viejas y de ladrillo las nuevas. Hay construcciones a medio hacer; algunas porque son ruinas “del conflicto”, como lo llaman aquí, otras porque son proyectos de la nueva era. Entre todas pasan cabras, perros y gallinas tan sueltos que cuesta saber de quiénes son.

De hecho hay unas cabras escondiéndose de Marcone en una casa de las casas derruidas mientras este pasea por sus escombros. “Un día de 2010 Renato empezó a plantar eucalipto”, recuerda. ”Nunca había visto ese árbol antes y no entendía nada. ‘¿Qué será eso, qué frutos dará?’. Porque siempre hemos comido de lo que sale de la tierra. Luego entendí que esos árboles eran una plaga, que los había plantado para que chuparan nuestro agua. El río se secó. Que era por el desarrollo de Brasil, decían. Al poco empezaron a llegar los pistoleros. Empleados suyos que se plantaban en nuestras casas con armas, pidiendo de comer. Nosotros les dábamos gallina y no se la cobrábamos. Decían: ‘El patrón ha comprado la tierra, se os ha acabado el vivir aquí por la gorra’. Derribaron esta casa, del tío de mi mujer. ¿Ves cómo iban escalando el conflicto?”.

Marcone sale de las ruinas y se encamina a otra construcción: “Un tío se plantó en mi casa una noche, con el revólver en la cintura. La culata asomaba por el cinturón. ‘Vamos a resolver esto ya, os tenéis que ir hoy’. Y no nos fuimos. Al día siguiente vimos que se habían llevado el ganado. Lo secuestraron y no le dieron de comer durante 16 días. Cuando nos los devolvieron, estaban muertos de hambre. Otro día a las siete de la mañana ya estaban ahí, pegándoles una paliza a los animales. A una chica que estaba cortando coco en el campo le preguntaron si no le daban miedo las balas. La policía no venía cuando la llamábamos. Solo respondía a las llamadas del cacique. Así, un susto tras otro, durante años. Y peor era el tiempo entre los sustos, la tensión. Somos personas de campo, no sabemos cómo lidiar con eso”.

Ya ha llegado a otra casa desierta. “Aquí vivía Luis de Nerán, uno de nuestros mayores. Se murió su tía, quién sabe si del estrés del conflicto. Fuimos todos al velatorio, menos Luis, que se quedó y vio cómo venía alguien y prendía fuego a los eucaliptos. Murió de un infarto. Le enterramos junto a su tía. Los mayores son importantes. Saben cosas de plantíos que nosotros no sabemos. Eso también lo perdimos”.

El camino de vuelta le lleva por una casa grande de ladrillo. Es la del forastero que se considera el detonante de todo esto.

Maciel Bento dos Santos, un hombre de 39 años, seco como el suelo en Piauí, nunca tuvo tierra, por eso sabe lo que implica trabajar la de otros. Sus padres, del interior del Estado, iban arrastrando a sus ocho hijos de terreno en terreno, según consiguiesen trabajo. Él era el menor: a los siete años ya daba muestras de inteligencia y le mandaron a vivir con su tío a Uruçuí, una ciudad al este. Pasó primaria, pidió ir al instituto y luego insistió en formarse en agronomía. “Yo quería saber cosas, no quería quedarme quieto”, recuerda hoy. Lo que hizo también fue dejar embarazada a una chica de Forquilha. Al poco, estaban viviendo juntos.

El culto a Renato que se vivía allí no le sedujo. “Él no era tan bueno. Venía con documentos sobre la propiedad de la tierra que no tenía validez alguna y obligaba a todo el mundo a votar al Partido del Movimiento Democrático Brasileño, donde tenía amigos en el ayuntamiento. Si no ganaba, y una vez no ganó por 14 votos, abría el arroz para que se lo comiesen los bichos”. Aquella comunidad necesitaba un guía. Maciel comenzó hablar con todas las familias por separado. Les dijo que las cosas no tenían que ser así. En unas elecciones les hizo votar a otro partido. Ahí, explica, comenzaron las tensiones. Primero, Raimundo, el patriarca, le dejó de hablar, por agitador. Luego llegaron los pistoleros a la isla. Por último, llegaron a su a su vida.

“Un día, paseando, mi cuñado me dijo que una moto nos seguía. Fue cuando supe que me seguían los pistoleros. Estaban en todas partes, en la ciudad, en las tiendas, en la finca”. No le importó especialmente: era el precio de la lucha. Hasta que un día de 2015 recibió una llamada en la gasolinera en la que trabajaba. “Habían entrado unos cuantos en mi casa y no salían. Estaban con mis hijos y mi mujer. No les dejaban salir. No se iban…”. Aquí no hay sequedad que valga: Maciel empieza a sollozar de agobio. “Tenía 14 personas con escopetas de gran calibre en el salón de mi casa, con mis niños. El pueblo había llamado a la policía pero no venían. Llamé a un agente de la policía de Uruçuí y fuimos corriendo en moto”. Esa tarde comprendió hasta qué punto estaba metido en el conflicto de Forquilha. Dejó el trabajo y se dedicó a luchar contra Renato. Todo el día, todos los días.

Su estrategia fue pedir ayuda fuera, a quien le respondiese, lo más lejos de Forquilha posible. Renato controlaba el municipio pero a diferencia de los demás, Maciel conocía el mundo fuera de él. Pidió ayuda a Asociaciones religiosas, como la Comissão Pastoral da Terra, a ONGs como Action Aid, a sindicatos, a la policía de Uruçuí.. Acabó teniendo un todo lo suficientemente fuerte para hacer frente a Renato. Hoy, él está desaparecido de la tierra. Y Forquilha se está reconstruyendo. Hay nuevos proyectos y Maciel ayuda con la construcción

Uno de ellos es una casa de farinha, algo que tienen casi todas las granjas para trabajar la yuca, fundamental en la alimentación por aquí. También hay una escuela, para que las siguientes generaciones puedan estudiar, como hizo Maciel, y no vuelvan a caer en manos de un cacique. Luego vendrá un puesto de salud. El futuro pinta bien. Si alguien no lo arruina.

“Veo que mi hijo va a sufrir por mantener su pedazo de esta tierra”, reflexiona Marcone en otro de sus paseos. “Ganamos, pero no me siento como un ganador”.

Sussuarana (en el Estado de Tocantins)

Con las historias del Cerrado pasa como con las familias felices: casi todas se parecen. Son historias de opresión y a veces solo cambia el nombre de quién hace de David y quién de Goliat. Se habla obsesivamente de la lucha contra la industria, como en Cataluña se habla de independencia y en Estados Unidos de Donald Trump. Es una región del tamaño de un país y, cada vez más, esta es su cultura. Y como toda cultura, tiene sus artistas. Como Pedro, de 47 años: él sobre el papel no hace nada, fuera de algún trabajillo puntual para que alguien le pague la gasolina de la moto de su hijo mayor, que él usa. Con ella se desplaza envuelto en una nube de polvo por Sussuarana, al este del Estado más central de Brasil, Tocantins. Él mismo admite que aunque vive en una parcela de esta comunidad rural desde finales de los años noventa, no trabaja mucho la tierra (su mujer, sentada detrás de él, asiente con gesto severo al oírle decir esto).

Pero en Sussuarana, a Pedro se le considera fundamental: conoce a todo el mundo y todo el mundo que le conoce habla de la lucha. “No es que quiera hacerme el héroe, es que si no lo hago yo, no lo hace nadie”, aduce él. “Digamos que hago esto por mi gran corazón”, dice. Y sonríe, como si la idea le hubiese gustado.

Esta comunidad nació cuando se entregaron las tierras a 36 familias de la región, en un programa de protección oficial. Desde entonces, las condiciones se han endurecido, los fazendeiros han hecho sus sesiones de persuasión acompañados de pistoleros y las expropiaciones se han ido convirtiendo en alternativas cada vez más apetecibles. Hoy quedan seis familias. Todas tocan al compás de Pedro.

“Los demás están trabajando y no tienen tiempo para la lucha y yo quiero dejarle a mis hijos lo que se merecen”, añade. “Leer me cuesta y la ley no la conozco, pero sé lo que me digo en un tribunal”. Aquí se ríe: “Por ejemplo, voy con un mapa y un boli y digo: ‘Alto, señoría, esto no está bien’. Nunca imaginé que fuera a tener tanto arrojo”. Su mujer niega con la cabeza.

Pedro reúne a sus vecinos en algunas de las casas, donde supuestamente se discuten estrategias para el futuro. Ese tema se agota rápido y la conversación vuelve a cómo se ha llegado hasta aquí. En casa de João José, que heredó esta finca de su padre, algo más grande y amueblada que la de Pedro, hay un círculo hecho de sillas de jardín. Lo ocupan Pedro, João José, su hermano, Alexandre, y otro vecino. También están sus mujeres, que miran en silencio y sirven limonada.

Comienzan a intercambiar historias. Siempre hay un papel que falta para zanjar un trámite, un fazendeiro que se saltó parte de la legislación, un ayuntamiento en connivencia con algún empresario. Siempre hay un detalle tan pequeño que ningún tribunal lo admitiría como prueba pero que aplasta a toda la comunidad. Pedro está reclinado en su silla, tripa hacia afuera, los brazos tras la nuca.

Alexandre concluyendo la suya: “En 2002 me quitaron la tierra de mis padres. Nos dejaron 80 hectáreas para cada uno”.

Pedro interviene para matizar: “Cien! Y sin lucha habría menos”.

João José recuerda: “Y nos las quitaron diciendo que no había nadie ahí…”.

Alexandre: “Y la madre de mi padre había muerto aquí. Era el año 1968”.

João José: “1963”.

Alexandre: “No, 1965. Y nos las querían quitar igual”.

Una comunidad próspera puede forjar su propia cultura. Una pobre y amenazada está obligada a mantener una mentalidad específica, la que le permite sobrevivir. En el caso de Sussuarana, como en casi todo el Cerrado, esa cultura es la de la lucha. Están obligados a que invada su tiempo libre, sus conversaciones, y hasta su modo de ver la vida. En ese sentido, Pedro es el artista que esta comunidad necesita. Es quien alarga la sombra del enemigo y une a todo el mundo.

João José: “Yo salí por aquella puerta sin un centavo. Sin arma. No tenía nada que hacer. Y les dije, ¿Dónde quieren que me quede?”.

Alexandre: “El problema, está bien claro, es que te hubieran matado para sacarte”.

João Jose: “Mi sobrina tiene diez años. Ahora nos siguen amenazando porque no tenemos dinero y solo vale quien tiene dinero. A mí hace tres años me arruinaron el arroz y no sabemos qué hacer”.

Alexandre: “El problema, está bien claro, es que vivíamos en un sitio codiciado”.

João José: “Un sitio codiciado”.

La historia sigue, de una boca a otra, rumbo a ninguna parte. Fuera todo está inmóvil. No hay brisa. El sol abrasa la tierra. El ronquido de un cerdo desde su charco es lo único que delata el paso del tiempo. Son las tres de una tarde más en el Cerrado.

Sobre la firma

Tom C. Avendaño
Subdirector de la revista ICON. Publica en EL PAÍS desde 2010, cuando escribió, además de en el diario, en EL PAÍS SEMANAL o El Viajero, antes de formar parte del equipo fundador de ICON. Trabajó tres años en la redacción de EL PAÍS Brasil y, al volver a España, se incorporó a la sección de Cultura como responsable del área de Televisión.

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