El dedo ruso, la llaga de Occidente
La alerta sobre las interferencias en las democracias liberales, con razón, crece. También debería crecer la inquietud por las causas internas de la división que las debilita
Los países occidentales están elevando su estado de alerta frente a posibles intentos rusos de interferir en sus procesos democráticos causando polarización, discordia y tensión a través de redes sociales y demás plataformas digitales. Esta alerta es muy justificada porque los adversarios de Occidente tienen un interés estratégico en debilitarlo causando división en su seno, y la libertad de expresión junto con la revolución digital constituyen un mix que se puede convertir en un cóctel incendiario en manos de agitadores listos y sin escrúpulos. Pero, además de fijarse en el dedo ruso, Occidente debería concentrarse mucho más en curar la llaga que ese dedo aparentemente intenta aprovechar. Occidente se halla en un estado de extraordinaria división. Las trincheras de adentro se extienden como grandes heridas.
Obsérvese primero el factor geopolítico. Con la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, la distancia y frialdad entre EEUU y Europa es probablemente más grande que nunca desde 1945. Dentro de Europa, el Brexit ha convertido en un abismo el canal de la Mancha. La crisis económica de la última década ha expuesto serias grietas -erosionando la confianza- entre Norte y Sur del continente. Otro eje europeo, el Oeste/Este, tampoco goza de gran salud, con la profunda desconfianza de los occidentales hacia las políticas de Gobiernos como el polaco o el húngaro.
Pero las heridas más graves residen en las divisiones internas, en la creciente incapacidad de alcanzar compromisos constructivos. En Estados Unidos, el mismo Congreso que con razón ha tomado la delantera en las investigaciones sobre las interferencias rusas es una institución incapaz desde hace años de construir acuerdos bipartidistas, e incluso, como se ve ahora, de mantener prietas la filas del partido dominante, el republicano, para aprobar piezas legislativas de calado.
Europa acaba de asistir atónita a una inquietante ruptura de las negociaciones para formar gobierno en Alemania, país que tenía reputación por una clase política pragmática. Esto ocurre poco después del estallido de la gravísima crisis catalana, que puso la guinda a unas lógicas de confrontación identitaria que amarga mucho Occidente.
Dos factores se sobreponen: por un lado la fragmentación del panorama político con la erosión del apoyo a los partidos tradicionales; y por el otro la afirmación de actitudes confrontacionales que alimentan el culto a identidades únicas y excluyentes. Ambos parecen estar vinculados a la crisis económica, que quemó los partidos en el poder dando alas a una plétora de alternativas y a la vez inflamó instancias populistas (pueblo vs elite) y nacionalistas (los servicios para nosotros, no para ellos).
Nada como la proliferación de referendos simboliza esta crisis. Instrumento democrático indiscutible, supone sin embargo la rendición de la tarea de la política por la que los representantes de la ciudadanía buscan soluciones de compromiso por las que todos ganan un poco y todos pierden un poco. Los referéndums cristalizan vencedores y vencidos democráticos. No siempre es lo ideal, como bien se puede ver.
Protegerse ante agitadores sin escrúpulo es importante. Pueden hacer daño. Occidente lo sabe, porque su hoja curricular no es inmune de esa misma práctica, incluidos golpes de estado en países lejanos en el siglo pasado. Pero la cura más eficaz parece sanar esa llaga en la que puede hurgar el dedo enemigo y que, por si sola, supura, daña los mejores valores occidentales y las fuerzas de progreso e innovación que de ellos han brotado en los últimos siglos.
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