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Columna
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Democracia sin pueblo

Dicen que las elecciones de 2018 están cerca, pero están muy lejos: el crimen sucede ahora

Eliane Brum
El presidente de Brasil, Michel Temer
El presidente de Brasil, Michel TemerA. Machado (Reuters)

Se discute mucho sobre 2018. Sobre si Lula, del Partido de los Trabajadores (PT), será candidato o estará en prisión; sobre si el político de Facebook João Doria, del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), dará el golpe decisivo al padrino Geraldo Alckmin (PSDB); sobre si Jair Bolsonaro, de momento del Partido Social Cristiano (PSC), conseguirá aumentar el número de votos con su discurso de extrema derecha; sobre si Marina Silva, de la Red de Sostenibilidad, que ya no es ninguna novedad, conseguirá recuperarse. Sobre cómo el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) y el Demócratas (DEM) se lo montarán para permanecer en el poder. Pero discutimos menos de lo que deberíamos sobre lo que estamos viviendo en 2017, en este exacto momento. Ahora. Este momento en el que un país entero se ha transformado en rehén. No como metáfora, no como forma de expresión. Rehén es el nombre de lo que somos.

Hasta ahora, solo las dictaduras, con tanques y fusiles en las calles, lo habían conseguido. Lo que ocurre en Brasil es más insidioso. Brasil ha inventado la democracia sin pueblo. No la de las retóricas o de los textos académicos, sino la que es. El pueblo, para aquellos que están hoy en el poder en Brasil, no tiene la más mínima importancia. El pueblo es no es nada.

Con el 5% de aprobación, según una encuesta realizada por el Instituto Brasileño de Opinión Pública y Estadística (Ibope), la menor que ha tenido un presidente desde la redemocratización del país, Michel Temer (PMDB) puede hacer –hace y hará– todas las maldades y concesiones que sean necesarias para seguir donde está. Se siente libre para no necesitar dar ninguna explicación a la población. Todo su cálculo está centrado en evitar que, en algún momento, lo arranquen del Palacio del Planalto para mandarlo a la cárcel al aceptar el Congreso la próxima denuncia que llegue, ya que de la primera se ha escapado. Había una conversación con un contenido más que sospechoso, fuera de la agenda, por la noche, en la residencia del presidente, y una maleta de dinero en manos de un hombre de confianza de Temer. Y no fue suficiente. ¿Por qué no fue suficiente? Era más que suficiente. Pero no se trata de justicia. Y decir eso es una perogrullada, llega a dar vergüenza escribir algo tan obvio.

La presidencia de Brasil está en manos de un hombre que no tiene nada que perder desagradando a sus electores, porque ni siquiera tiene

La presidencia de Brasil hoy está en manos de un hombre que no tiene nada que perder desagradando a sus electores, porque ni siquiera tiene electores. Y sabe que difícilmente recuperará cualquier capital electoral. Su salvación se encuentra en otro lugar. Su salvación se encuentra en manos de aquellos a los que agrada distribuyendo los recursos públicos que faltan para lo que es esencial y tomando decisiones que hieren profundamente Brasil y afectarán a la vida de los brasileños durante décadas.

Temer goza de la libertad desesperada –y peligrosa– de los que tienen poco que perder. Lo que tiene que perder depende, en este momento, del Congreso y no de la población. Así como depende de que las fuerzas económicas que promovieron el impeachment sigan creyendo que todavía puede hacer el trabajo sucio de implantar rápidamente un proyecto no elegido, un proyecto que probablemente nunca sería elegido, tarea en la que se ha empeñado con ahínco. Entonces, al pueblo que lo zurzan. El pueblo ha salido de la ecuación.

La reputación de los políticos y del Congreso ha llegado a un nivel tan bajo, que también les queda poco o casi nada que perder

El Congreso –o por lo menos una parte significativa– ya no teme perder electores. Ni considera importante simular probidad ante sus electores. Ya se ha traspasado ese nivel. La reputación de los políticos y del Congreso ha llegado a un nivel tan bajo que también les queda poco, casi nada, que perder. Podrían estar preocupados en cómo recuperar su imagen, aunque sea pensando en las próximas elecciones. Pero el rumbo que han tomado ha sido otro. La oportunidad de saquear la nación a favor de los grupos que los apoyan y en beneficio propio es tan atractiva ante un presidente que sangra por todos los poros que ¿para qué preocuparse con el pueblo? Al pueblo que lo zurzan. Es su oportunidad.

El Congreso busca agradar a aquellos a quien realmente sirve, y, claro, a sí mismo. Para no dejar cabos sueltos donde interesa, los diputados también se preocupan de aprobar lo que llaman “reforma política”, pero una reforma con la que sea más difícil renovar la Cámara con los que no sean de la panda. Es el caso del llamado “Distritão”, considerado por la mayoría de los analistas la peor alternativa posible. Entre sus defectos está el de volver todavía peor lo que ya es muy malo: la representatividad del parlamento. Pero los diputados saben muy bien por qué hacen lo que hacen, y qué pretenden al hacerlo.

La bancada ruralista es el mejor ejemplo de este momento del Congreso. Gran avaladora de la permanencia de Temer en la presidencia, con 200 diputados y 24 senadores, la también denominada “bancada del buey” colecciona victorias a una velocidad apabullante. Cuando se habla de ruralistas hay que entender que no se trata de los agricultores que ponen comida en la mesa de la población ni del agronegocio moderno, capaz de entender que la conservación del medio ambiente es un activo fundamental para el sector.

Quien parte y reparte es el sector agropecuario más arcaico, que ha evolucionado muy poco desde la República Vieja

Quien parte y reparte en el Congreso (y en el Gobierno) es el sector agropecuario más arcaico, que ha evolucionado muy poco desde la República Vieja. Esa especie no se rige por la mejora de la producción con el avance tecnológico y por la recuperación de las tierras y pastos degradados, sino por lo que le parece más fácil: avanzar sobre las tierras públicas, incluso las tierras indígenas y las unidades de conservación ambiental. El “coronelismo”* parece haberse infiltrado en el ADN, ya sea heredado o imitado.

Para avanzar sobre las tierras públicas que usufructúan los pueblos indígenas, las más conservadas del país, los ruralistas han cometido todo tipo de atrocidades. Desde que Temer accedió al poder, la bancada del buey ha conseguido suspender demarcaciones cuyos procesos ya estaban concluidos y se esfuerza para que se apruebe algo totalmente inconstitucional: el “hito temporal”. Por medio de este instrumento, solo tendrían derecho a sus tierras los pueblos indígenas que estaban en ellas en 1988, cuando se promulgó la Constitución. Para que sea más fácil de entender, la cosa va más o menos así: te expulsan de casa unos sicarios o unos proyectos del Estado. Por lo tanto, es morir o huir. Pero luego pierdes el derecho a volver a tu casa porque no estabas allí en aquella fecha. No solo es disparatado. Es perverso. El hito temporal probablemente volverá al Supremo Tribunal Federal en algún momento, pero, para agradar a sus amigos ruralistas, Temer ya ha firmado un dictamen que vuelve vinculante el hito temporal en toda la administración federal.

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De la lista de mercancías producidas por los ruralistas para mantener a Temer en el poder ya se han entregado –o lo serán en breve– barbaridades de todo tipo: el desmantelamiento de la Fundación Nacional del Indígena (Funai), hoy en la miseria y en manos de un general; la regularización de tierras robadas del patrimonio público, que legaliza la rapiña y aumenta la deforestación y los conflictos, especialmente en la Amazonia; el pago de las deudas de los propietarios rurales con la Seguridad Social en 176 plazos, y con un agasajo adicional: la reducción del porcentaje de impuestos; la reducción en curso de la protección de centenas de miles de hectáreas de unidades de conservación; cambios en las reglas para conseguir permisos ambientales que, si se aprueban, en la práctica no solo abrirán las compuertas a los negocios de los miembros de la bancada y sus patrocinadores, sino que transformarán en casi inexistente el control ambiental (cabe recordar que la inundación de barro de Samarco ocurrió con las reglas actuales y lo que quieren es volverlas menos rígidas).

Y no para por aquí. Los ruralistas quieren mucho más: hasta finales de año quieren conseguir el permiso para vender tierras a extranjeros y también cambiar las reglas de los pesticidas, que en Brasil ya es un despiporre con graves consecuencias para la salud de los trabajadores y de toda la población, pero los ruralistas creen que es poco. Y el objetivo de siempre, su bandera más querida: poner las garras en las tierras públicas que usufructúan los indígenas con la abominable Propuesta de Enmienda Constitucional 215.

Las elecciones de 2018, que todavía son una incógnita, ¿están cerca? Me parece que están muy lejos. Mientras no llegan, los ruralistas están transformando el país en una tómbola. Están haciendo, sin que nadie los frene, algo muy, pero que muy grave, que afectará a generaciones de brasileños que todavía no han nacido: están cambiando el mapa de Brasil. Cuando llegue 2018, ya no habrá tiempo. Porque ya no hay tiempo.

Mientras no llega 2018, los ruralistas están cambiando el mapa de Brasil en beneficio propio

Hay mucha vida hasta 2018. Y mucha gente que muere debido a la democracia sin pueblo que está instalada. El hambre y la miseria aumentando, las masacres en el campo y en la selva aumentando, los sintechos multiplicándose en las aceras (y siendo atacados, cuando no muertos), los semáforos repletos de personas que intentan desesperadamente sobrevivir vendiendo algo, y los derechos duramente conquistados durante décadas siendo destruidos uno a uno. Cualquiera que viva la vida de quien trabaja para mantenerse siente a diario que pierde. Y pierde rápidamente. Pierde objetivamente, pierde subjetivamente. Los abusos de poder están por todas partes. Y la Policía Militar ha asumido sin tapujos la ideología de defender a los grupos que están en el poder contra el pueblo violentado por estos grupos.

Parece que se vive como si “bueno, ya está todo perdido igualmente, vamos a intentar mejorar el tablero para 2018”. Un tablero que, por lo menos para la izquierda, no está fácil. Y no está fácil ni siquiera para cualquier cosa que se pueda llamar de hecho derecha. Pero la vida sucede ahora. Y están sucediendo muchas cosas ahora. Todo lo que se vivirá hasta las elecciones y la toma de posesión de los elegidos afecta y afectará de forma profunda y permanente la vida de los brasileños.

Este momento no es solo un sollozo en el tiempo. El año 2017 no puede ser un entretiempos, porque no lo está siendo para quien tiene el poder para saquear Brasil y los derechos de los brasileños. Para estos está siendo el mejor tiempo. ¿Poder usurpar de tal forma el poder y encima llamarlo democracia?

Es otro nivel este al que Brasil ha llegado después del impeachment de Dilma Rousseff, este momento en que ya no es necesario ni siquiera mantener las apariencias. Para el impeachment, había multitudes en la calle. Se puede discrepar de la interpretación que esas personas hacían del momento del país, se puede sospechar de las reales intenciones de los grupos que lideraban las protestas “anticorrupción” –hoy desmoralizados por el silencio ante las pruebas mucho más elocuentes contra Michel Temer–, pero no se puede negar que había millones en la calle. Había apariencia. Había la apariencia de que la voz de parte significativa de la población estaba siendo escuchada, aunque las razones para el impeachment fueran claramente insuficientes para justificarlo.

Cuando ya no es necesario ni siquiera mantener las apariencias se alcanza otro nivel de perversión

Hoy la población ni siquiera está en la calle. Y es más aterrador cuando aquellos que tienen el poder llegan a la conclusión de que ya no necesitan ni siquiera convencer a la población o cortejar a sus electores. Cuando descubren que no necesitan ni siquiera esforzarse. Que pueden dejar de fingir. La tarea que necesitaban que la población llevara a cabo era la de salir a la calle a pedir el impeachment de Dilma Rousseff. Salieron millones, vestidos de amarillo, bajo la sombra del pato de la Federación de las Industrias del Estado de São Paulo (Fiesp). Y ahora se han vuelto dispensables. Y la parte de la izquierda que todavía podía hacer ruido en las calles pidiendo el impeachment de Temer parece que también ha calculado que es mejor (para su proyecto electoral) dejar que las cosas se deshilachen todavía más hasta 2018.

Tener el país bajo el comando de personas que distorsionan y afirman lo contrario de lo que indican los hechos es aterrador. Pero hemos alcanzado otro tipo de perversión: aquella que prescinde hasta de las apariencias. Personas que ni siquiera se preocupan por aparentar hacer lo correcto. Los encuentros por la noche, fuera de la agenda, entre Michel Temer y ahora incluso la fiscal general que todavía no ha tomado posesión del cargo; las confabulaciones de Gilmar Mendes, magistrado del Supremo Tribunal Federal, con personas que podrá juzgar; el senador Aécio Neves autoconvertido en el nuevo Eduardo Cunha (expresidente de la Cámara de los Diputados, ahora en prisión). Finalmente, nada más elocuente que una maleta de dinero relacionada con un presidente al que no impiden presidir.

Si el hecho de que Temer esté todavía en el palacio del Planalto es la materialización del cinismo vigente en el país, el candidato que lo sustituiría en caso de destitución, Rodrigo Maia (DEM), presidente de la Cámara de los Diputados y también investigado en la operación Lava Jato, es el cambio que no cambia nada, ya debidamente acordado con los reales dueños del poder. Pero, aun así, era necesario que ocurriera, para que existiera algún límite. Como no ocurrió, bajamos a este extraño mundo sin referencias en que cada uno se las apaña para mimetizarse y sobrevivir.

La crisis de la palabra, que está en el corazón de este momento histórico, sigue produciendo fantasmagorías. Como la “pacificación del país” de Michel Temer, en que la paz es solo para él y los que lo mantienen en el poder. O el argumento, que tiene más agujeros que un queso gruyer, de que es mejor no sacar a Temer ahora por la “estabilidad”. ¿Estabilidad para quién? ¿Quiénes son los que se sienten estables? ¿Tú?

Si en la segunda legislatura de Rousseff la palabra más obscena era “gobernabilidad”, en el gobierno Temer es “estabilidad”

En la segunda legislatura interrumpida de Dilma Rousseff, la palabra más obscena era “gobernabilidad”. En nombre de la “gobernabilidad”, se cometieron traiciones profundas. Hoy, la obscenidad que está en boca de tantos y consume mucha tinta en los periódicos es “estabilidad”. Están también las llamadas “señales de la economía”. Si hay algo que atraviesa la historia del país, con especial énfasis a partir de la dictadura civil y militar, es la mística de los economistas, con sus jergas, que hacen que parezca prueba científica lo que a veces está más cerca de la astrología.

Determinada casta de economistas tendrá, un día, una clasificación propia en la historia. Observando con la necesaria distancia, es curioso ver el poder que ejerce, al ocupar amplios espacios en los medios de comunicación para legitimar lo ilegitimable. Delfim Netto es quizás el personaje más fascinante. Ministro de varios gobiernos de la dictadura civil y militar, lideró incluso la cartera de Economía durante el gobierno Médici, uno de los más brutales del régimen, ha conseguido la hazaña de opinar, hoy en día, en periódicos de todo el espectro ideológico, de derecha a izquierda. Se ha convertido en un gurú, sin que eso parezca extraño o suscite preguntas incómodas sobre el hecho de haber contemporizado con una dictadura que secuestró, torturó y mató a miles de brasileños. Está ahí, tan tranquilo, dictando lo que está bien y está mal en el país. Dando recetas para el momento, como si estuviera en un programa de cocina.

Los gritos en las redes sociales (casi) no producen movimiento. Sirven más para crear la ilusión de que se protesta y se actúa. Una especie de descarga de energía que se agota en la propia burbuja y nada provoca. Sirven, sí, para camuflar la parálisis. La vergüenza que se producía cuando la prensa extranjera llamaba “república bananera” a Brasil hoy ni siquiera provoca ningún efecto concreto. Temer causa una humillación tras otra en el exterior y ya no importa. Ya no se tiene vergüenza. Hay una especie de aceptación del destino, del peor destino. Y hay desistencia. Y quizás algo peor todavía, que es la corrosión de cualquier sentimiento de pertenecer a una comunidad. El imperativo parece ser que cada uno cuide de su vida mientras pueda. Aunque sintamos que ya hace mucho que no podemos.

Parece que los brasileños viven una especie de aceptación del destino, del peor destino

Aquí va un toque: 2018 está lejos, aunque muchos digan que está a la vuelta de la esquina. Sin contar que no hay ninguna garantía de que las cosas vayan a mejorar después de las elecciones. Pero ahora, en este momento, las personas están muriendo más que antes, pasando hambre más que antes, siendo expulsadas de sus casas más que antes, perdiendo sus derechos más que antes. En las periferias urbanas y rurales, los que matan están matando más, a veces con el uniforme del Estado. La selva amazónica se está entregando de nuevo a lo más arcaico que existe en la historia de Brasil y se está destruyendo de forma acelerada, comprometiendo cualquier futuro posible. Y tú, eso que convencionalmente se llama “pueblo”, ya no importas.

* Los “coroneles” eran latifundistas con rango militar que controlaban por medios autoritarios la política de determinada región.

Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de los libros de no ficción Coluna Prestes - O Avesso da Lenda, A Vida que Ninguém vê, O Olho da Rua, A Menina Quebrada, Meus Desacontecimentos, y de la novela Uma Duas. Web: desacontecimentos.com. E-mail: elianebrum.coluna@gmail.com. Twitter: @brumelianebrum. Facebook: @brumelianebrum.

Traducción: Meritxell Almarza

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