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ABRIENDO TROCHA
Columna
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Nuevas armas contra la corrupción

La reciente experiencia latinoamericana muestra novedades importantes en la acción judicial

Diego García-Sayan

En las calles de Moscú o en los noticieros de España y, por cierto, en las calles y redes de América Latina la gente clama contra la corrupción. Deseando que se corte ese círculo vicioso que empobrece a los pueblos y que enriquece a unos cuantos sinvergüenzas. De acuerdo con la OCDE, en corrupción se desvanece el 5% del producto global.

El desarrollo democrático permite que hoy se ventile por todo lo alto la corrupción reciente en varios países y que se den algunos pasos serios para investigar y sancionar a los corruptos. Si bien para algunos la corrupción de hoy es considerada “más de lo mismo”, el hecho es que no es igual. Al margen de lo que la democracia significa como espacio para que la mugre no permanezca en la oscuridad, la reciente experiencia latinoamericana pone a la luz novedades muy importantes —y positivas— en la acción de la justicia.

Podrá ser manido hablar del caso Lava Jato, pero es necesario volver a mencionarlo para poner de manifiesto algunos pasos fundamentales que hoy se dan en la justicia latinoamericana. Muchos hubieran sido impensables hace 10 o 15 años. Estos tienen que ver con desarrollos políticos y jurídicos tanto en el derecho interno de algunos países de la región como en el tratado internacional fundamental sobre la materia: Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción, adoptada en el 2003, de la que hoy ya son parte 181 países.

Dado el escepticismo extendido que suele existir en la opinión pública sobre los efectos prácticos y la “utilidad” real de los acuerdos o arreglos internacionales, en honor a la objetividad debe decirse, con toda claridad, que ese escepticismo es completamente infundado en el caso de esta Convención, el único tratado mundial contra la corrupción. En ella se han recogido varios aspectos progresivos fundamentales que son herramientas claras y concretas para que avancen investigaciones penales simultáneas —y en interacción— entre varios países. Destacan tres aspectos fundamentales.

En primer lugar, se explicita que el sector privado puede ser no sólo víctima, sino actor en la corrupción. Y que, entre otras cosas, debe cerrarse la “puerta giratoria” en la que altos funcionarios pasan después a actividades privadas “directamente relacionadas con las funciones desempeñadas o supervisadas por esos funcionarios públicos” (art. 12). También se establece el principio de la responsabilidad penal de las personas jurídicas (art. 26) que hoy aparece en primer plano en investigaciones como Lava Jato. Este camino era impensable hace muy poco tiempo.

En segundo lugar, alentar medidas para que las personas que hayan participado en delitos de corrupción proporcionen información útil a las autoridades. En América Latina, el Perú fue pionero en esto en el año 2000 cuando en el Gobierno de transición de Valentín Paniagua se dictaron las normas sobre “colaboración eficaz” que fueron decisivas para destapar judicialmente el más grande proceso de corrupción de la historia peruana producido durante el Gobierno de Fujimori. Después siguieron las normas de “delación premiada” en Brasil y otros países. La Convención le da carácter universal a ese precepto y avanza en precisar que esa colaboración puede prestarse a las autoridades de otro Estado (art. 37).

En tercer lugar, la Convención es contundente y precisa en normas para la cooperación penal internacional: extradición (aún son tratados bilaterales), investigaciones fiscales, asistencia judicial, etc. Nada de esto se había escrito y pactado internacionalmente antes con tanta claridad. Y, en especial, nada de esto se había traducido en procesos investigativos efectivos como los que hoy se llevan a cabo, por ejemplo, en la colaboración entre fiscales de Brasil y de Perú. Hasta hace poco hubiera sido una “herejía” —y hasta una ilegalidad— que un fiscal de un país le entregue a fiscales de otro país expedientes de investigaciones en curso. Ahora es prácticamente un deber.

Nuevo escenario, pues, y varios pasos en una marcha que ni los más optimistas hubieran soñado hace una década.

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