Todos contra una, una contra todos
El discurso incendiario de Le Pen marca el ritmo de un debate selectivo que termina en un duelo particular con Macron
La escenografía de un concurso y la sugestión del público que rodeaba a los candidatos a semejanza de una plaza de toros redundaron en el sesgo darwinista, selectivo, del "debate a cinco" de este lunes, sobre todo porque Marine Le Pen se ocupó de invertir en su causa el lema de los mosqueteros: todos contra una y una contra todos.
El planteamiento requería exagerar los argumentos, incendiar el cronómetro, empezando porque la lideresa de la ultraderecha francesa ya no hace distinciones entre la inmigración ilegal y la legal. Se diría que pretende abolir el Tour de Francia y Roland Garros de tanto demonizar al extranjero. Y que la victoria trasatlántica de Donald Trump ha ejercido un sortilegio respecto al eslogan "los franceses primero", repudiando incluso Le Pen en el debate de anoche el aprendizaje de los idiomas de los foráneos.
Se explica así la controversia que suscitó entre todos sus adversarios, pero también se entiende la satisfacción de Marine en su papel de protagonista iconoclasta, más todavía cuando Fillon parecía adormecido; cuando Mélenchon se recreaba en sus bromas y en su oratoria libertaria, y cuando Hammon se malograba en el almíbar de su propio idealismo, como si fuera un gnomo en el bosque del socialismo decadente.
Tenía claro Le Pen su papel de depredadora catódica. Y sabía que el debate multitudinario tenía que resolverse antes o después en un duelo con Emmanuel Macron. No ya predisponiendo el escenario de la segunda vuelta, sino desnudando al mesías en las contradicciones. Su linaje de banquero, su procedencia de la élite francesa (Escuela Nacional de Administración), su conflicto de intereses, su ventajismo ideológico, su papel de ministro plenipotenciario en el Gobierno de Hollande y hasta su condescendencia con la moda veraniega del burkini.
Le convino a Le Pen el ardid del acoso al 'golden boy', pero le vino mejor al propio aludido, principalmente porque parecía acartonado y robotizado hasta entonces. Y porque la estrategia especulativa de los primeros minutos corría el riesgo de relegarlo al papel de niño de San Ildefonso. Macron aspira a la presidencia de Francia. Tuvo recursos y carácter para desquitarse de Le Pen. Y demostró que el reproche de sus adversarios sobre la inexperiencia y la ambigüedad pueden convertirse en las facultades de su victoria.
Por eso remarcó hasta donde pudo su reata de líder sin bagaje político. Y por la misma razón se adhirió en el debate a ciertas propuestas de Fillon —el impulso a la formación profesional—, de Hamon —la reducción de estudiantes en las aulas— y hasta del "anticapi" Mélenchon, erigiéndose en catalizador de una Francia unida, reconciliada y europeísta que pretende liderar él mismo antes de cumplir los 40 años. Es el modelo contrario al que defiende Marine Le Pen. Que exige la salida de la UE, que proclama el regreso del franco, que reivindica el capitalismo patriótico, que abjura del mestizaje, que garantiza la seguridad, que aglutina la clase obrera, que detesta el Islam, que reniega del derecho de suelo, que añora los manteles de cuadros y que convence casi a un tercio de los franceses en el umbral de la primera vuelta.
¿Cuántos más se adherirán a ella en la segunda? Inquieta la pregunta. Y parece más claro aún que la sociedad francesa, consciente o no, ha creado los anticuerpos valiéndose de un populista aseado que aglutina el rechazo de la opinión pública a la izquierda, a la derecha y al Frente Nacional.
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