Relato de la vida cotidiana en el frente ucranio a través de una planta de carbón
La localidad de Avdiivka, en territorio controlado por Kiev, muestra las dificultades de los ciudadanos atrapados entre las tropas leales y secesionistas
En la línea de frente, entre las tropas leales a Ucrania y los milicianos secesionistas, la fábrica de coque de Avdiivka, la mayor en su género de Europa (con capacidad para 6,8 millones de toneladas de coque siderúrgico al año), sigue funcionando contra viento y marea, pese a que 9 de sus empleados han perecido y más de 50 han resultado heridos, víctimas de la guerra que empezó en 2014.
La planta, sobre la que han hecho explosión centenares de proyectiles, pertenece al grupo Metinvest, controlado por el oligarca Rinat Ajmétov, y está al norte de Avdiivka. Al sur de esta localidad, que en 2013 tenía cerca de 35.000 habitantes, está la llamada "promzona" (zona industrial), que es un territorio clave para controlar una carretera estratégica en dirección a la ciudad de Donetsk, situada a una treintena de kilómetros al sur. La brigada número 72 de las Fuerzas Armadas de Ucrania, emplazada en Avdiivka, frena de momento a los milicianos secesionistas.
Entre el frente, en la “promzona” y la planta de coque hay 12 kilómetros, pero aún así los proyectiles disparados desde “el otro lado” aterrizan en este gigantesco recinto (339 hectáreas), que fue inaugurado en 1963 en la URSS, en época de Nikita Jruschov, y parte del imperio de Rinat Ajmétov en la Ucrania postsoviética.
En Avdiivka y en su planta de coque, personas y máquinas sufren por los tiroteos y también por los constantes cortes de la electricidad y suministro de agua. Personas y máquinas producen aquí la impresión de estar agotadas por la tensión y el esfuerzo.
La planta recibía materia prima de empresas en la zona dominada por los insurgentes hasta que, en enero, veteranos de los combates y activistas ucranianos bloquearon el tráfico de mercancías desde las denominadas “repúblicas populares” de Donetsk y Lugansk. El bloqueo ha distorsionado tanto la red de aprovisionamiento como la red de venta de la planta. “El carbón de las zonas no controladas (por Kiev) suponía entre el 15% y el 20% de nuestras necesidades, y en parte lo sustituimos por carbón procedente de otras zonas de Ucrania y carbón llegado por mar desde EE UU y Australia”, dice Gregori Kleshnia, uno de los directores de la planta.
“De momento, no tenemos problema con el suministro, porque producimos menos”, afirma el ejecutivo. La planta fabricaba 3 millones de toneladas de coque siderúrgico al año en 2013. En relación al comienzo de la guerra, funciona ahora al 60% de su capacidad, afirma Kleshnia.
El uno de marzo, en respuesta al bloqueo, las denominadas repúblicas confiscaron las empresas de Metinvest en el territorio bajo su control. Los directivos que se negaron a someterse a los insurgentes abandonaron las empresas confiscadas y son colocados por Metinvest en otras empresas del grupo. Los técnicos y ejecutivos que estos días “optan por Ucrania” no tienen interés por colocarse en Avdiivka, explica Kleshnia, quien tuvo que abandonar su domicilio vulnerable a los tiroteos. Ahora vive a 25 kilómetros al norte, en una casa cedida por un empresario que cerró el negocio y buscó refugio en Kiev. “Ese empresario no volverá. La región ha perdido un floreciente negocio agrícola con un giro comercial de más de 1,5 millones de euros al año y más de una decena de puestos de trabajo”, afirma. La marcha del empresario es un indicio más del proceso de degradación económica y social en el Este de Ucrania sobre el telón de fondo de la guerra.
Para vivir en Avdiivka hay que amar mucho esta tierra, estar atado a ella por vínculos de peso (parientes ancianos o enfermos) o carecer de alternativas. Las condiciones de trabajo en la planta, envidiadas en el pasado, son duras. Los sueldos han sido menguados por la inflación, por la desaparición de ventajas sociales y por el aumento de las tarifas. En Avdiivka, y en Ucrania en general, los ciudadanos de a pie son castigados por reiterados incrementos de la electricidad y gastos comunitarios, imposibles de asumir para muchos.
Una visita a la planta de coque es como un viaje por un mundo fantasmal. Entre llamas, vapores y humos, los trabajadores echan carbón a los hornos de coquización, que, funcionando a temperaturas de 1500 grados, lo transforma para la siderurgia. El proceso, de unas 22 horas de duración, se ve a menudo distorsionado por los cortes de electricidad que repercuten en la calidad del producto. La empresa tiene su propio generador eléctrico, pero su capacidad es limitada. Kleshnia confía en que a finales de abril estará listo un tendido de alta tensión que les suministrará electricidad por el territorio controlado por Ucrania. El tendido, en construcción ahora, les permitirá librarse de la dependencia de los secesionistas, con los cuales hay que pactar las reparaciones de la línea cada vez que esta es alcanzada por un proyectil. “No tienen prisa en facilitar las reparaciones y, cuando estas se han efectuado, se apresuran a tirotear de nuevo los cables”, afirma Kleshnia.
Un ingeniero que prefiere no dar su nombre afirma que gana cerca de 500 euros al cambio, lo que es hoy un salario privilegiado. Su esposa, que también trabaja en la fábrica cobra poco más de 100 euros. Ambos reciben aún el plus de insalubridad. El taller de reparación de maquinaria dependiente de la empresa ha sido cerrado y la renovación del equipo con maquinaria alemana y polaca, prevista para 2015, se ha pospuesto sine díe. Para no sobrecargar el generador, los trabajadores ahorran energía como pueden: Paran los ascensores del edificio administrativo y trituran menos de lo habitual el carbón a procesar.
En Avdiivka, a media tarde, las calles están vacías y, excepto algún ladrido de perro o el chirriar de una bicicleta, lo que se oye son las detonaciones del frente. “Todos los que pudieron se han ido”, dice Tania, que trabaja en un jardín de infancia. “Resulta muy difícil atender a los niños sin luz y sin agua”, afirma la mujer, que, junto con otros habitantes de Avdiivka, regresaba por la tarde en tren-tranvía desde la vecina localidad de Ocherétino, menos castigada por la guerra. En los 20 minutos que duraba el viaje por el desolado paisaje, oímos críticas a las autoridades de Ucrania y opiniones, según las cuales “al otro lado” (en las zonas controladas por los secesionistas) se “vive mejor” porque “a ellos no les han subido las tarifas”.
Todos nuestros interlocutores en Avdiivka fueron unánimes: quieren el fin de la guerra. Están hartos de penalidades y de tener que pasar horas infinitas—y hasta días-- en colas y desvíos para recorrer distancias (ahora en la línea de frente) que antes recorrían en pocos minutos. Están hartos de tener que huir de una localidad, donde se quedaron sin techo, para instalarse en otra, no mucho mejor. Están hartos de luchar con la burocracia, por los documentos, por el pago de las pensiones, por los servicios médicos, por la ayuda social. Están hartos de ir en busca de trabajo donde no lo hay y de las noches salpicadas de explosiones. Solo quieren paz y no les importa quién se la traiga.
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