Asesinos sin cara acorralados en Mosul
El escritor francés recorre los barrios de la ciudad iraquí en los que el ISIS ha dejado las calles y los edificios "en un estado de desolación sobrecogedor"
Acabo de regresar otra vez de Mosul. He cruzado con un equipo de televisión algunos de los barrios del este de la ciudad. Hemos llegado hasta Al Zohour, una de las líneas del frente en que las unidades de élite iraquíes se disponen a avanzar hacia el Tigris. Impresiones.
1. Decididamente, Mosul no es Alepo. Los barrios que atravesamos se encuentran en un estado de desolación sobrecogedor. Vamos de un montón de escombros a una barricada de cascotes, de una calle con todos los coches calcinados a un hangar en ruinas en el que los soldados distribuyen paquetes de comida a una pequeña multitud a punto de amotinarse. Pero la mayor parte de los destrozos son obra de Daesh, no de la coalición. Precisión de los ataques aéreos. Reglas de enfrentamiento estrictas. Todo lo contrario a la estrategia de tierra quemada aplicada en Siria, nos dice Fazil Barwari, el general iraquí de origen kurdo que manda la ya legendaria Golden Division y que hoy nos da escolta. Esta moderación lo enorgullece. Y con razón.
2. Otra vez el general Barwari. Pero otro día, entre Mosul y la ciudad cristiana de Bartella. Asistimos a su encuentro con Sirwan Barzani, su homólogo peshmerga. Llama la atención la complicidad entre ambos hombres. La fraternidad, en la que yo solo creía a medias, entre sus dos ejércitos de élite, sus dos divisiones doradas. El buen funcionamiento, al menos por el momento, de la estrategia patrocinada por Washington y París: a los kurdos les corresponde la responsabilidad de romper las primeras líneas de Daesh y de abrir las puertas de la ciudad; a los iraquíes, la tarea de recuperar calle por calle los barrios de la zona este y, pronto, también los de la zona oeste del Berlín del Estado Islámico. El reparto parece funcionar. Es la otra buena sorpresa.
3. Mala señal, en cambio. Y lo uno se deriva de lo otro, pues, dado que la coalición ha renunciado a la política de limpieza que llevan a cabo, a 500 kilómetros de aquí, las aviaciones siria y rusa, no hay un solo barrio en la ciudad que pueda considerarse verdaderamente liberado. Un ejemplo. Hoy es 27 de noviembre y estamos en el límite, oficialmente pacificado, entre los barrios Masarif y Al Zohour. Llega un motocarro en el que yacen cinco civiles heridos por un cohete mientras buscaban agua. Ayudamos a trasladar a los más graves a la parte trasera de un Humvee. Preguntamos al hermano de uno de ellos, rebosante de dolor e imprecaciones vengativas. El cohete lo disparó desde muy cerca, puede que cien metros, un grupo que surgió de ninguna parte y volvió a desaparecer inmediatamente. Estos comandos, peces en el agua de una ciudad que han llenado de túneles, estos hombres-bomba que pueden surgir en cualquier momento, cual genios malignos, detrás de una posición que se creía segura, son la obsesión de los civiles. Y también de los militares.
4. Los civiles. ¿De verdad que todos son víctimas, como los cinco sedientos de Al Zohour? ¿O cómplices de un “orden sunita” en el que vieron una ocasión de revancha sobre una Bagdad que suponían vendida al chiismo? Es la pregunta que nos hacemos ante las caras largas de algunos de los hombres a los que intentamos entrevistar a la entrada de los barrios de Saddam y Arbajiyah, su hogar destruido. O, peor aún, ante la historia de ese tendero del barrio de Samah (“en árabe, el “perdón”) cuyo negocio estaba desesperadamente huérfano de toda mercancía y, según nos dicen, tuvo la idea de hacerse peluquero: ¿acaso no vio desfilar por su tienda a todos los barbudos del barrio que, casualmente, ante la proximidad de los libertadores, sintieron un apremiante deseo de afeitarse? Imposible no relacionarlo con otras ciudades en las proximidades de Mosul, en zona cristiana o kurda: Bashiqa, donde filmamos la hermosa oración por la democracia y por la paz que improvisaron entre las ruinas unos ministros de los tres cultos —musulmán, yazidí, siriaco—; o Fazliya, donde, apenas liberada, todos sus vecinos salían a la calle principal al grito de “¡Vivan los peshmergas!”.
5. La resistencia de Daesh. Debe de ser lo propio de todo reportaje en la llanura de Nínive: a los asesinos nunca los ves cara a cara. A no ser que estén muertos, como los cuatro perros de la guerra cargados de explosivos que filmamos el 8 de noviembre en Bashiqa, justo después de que los peshmergas los abatieran. Aun así. ¿Será que Daesh ha concentrado en la ciudad de Mosul a sus elementos más aguerridos? ¿O que están con la espalda contra la pared y combaten con la energía de la desesperación? ¿O que con la llegada del frío, la lluvia, el cielo plomizo y cargado de nubes, poco propicio a los bombardeos aéreos, la coalición empieza a dar muestras de cansancio? El caso es que regreso con una intensa sensación de malestar. Esa decena de fanáticos que, otra vez aquí, entre Al Zohour y Qadisiya, consiguen plantar cara a una unidad antiterrorista iraquí... Más al oeste, en Mishraq, ese francotirador oculto en una mezquita que frena cualquier avance por sí solo... Es como si la batalla de Mosul pudiera estancarse. Y como si el anunciado aislacionismo de Trump ya hubiese reemplazado en las cabezas al leadership from behind de Obama y nos estuviésemos resignando a una extraña guerra en la que 4000 combatientes acorralados mantienen a raya a una coalición tan poderosa.
Para los niños de Mosul, tomados como rehenes, al borde de la hambruna, esta hipótesis sería terrible. En las capitales occidentales que viven bajo la amenaza de atentados, esta confesión de debilidad no haría sino enardecer a los aspirantes a yihadistas cuyos corazones laten al ritmo de las supuestas hazañas de sus hermanos mayores del califato. Hay que extinguir este foco. Y pronto.
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