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Mito y consuelo de la ruptura

Lluís Bassets

La idea de una ruptura con la legalidad constitucional se ha convertido en Cataluña en un marchamo de autenticidad. La sostiene la CUP, naturalmente, pero la comparten otros componentes del frente independentista e incluso de la nueva izquierda. Contiene una descalificación del status quo, despectivamente identificado como el régimen del 78, y la promesa de un momento estelar, un asalto a los cielos.

Siempre hay una teoría a mano para sostener su necesidad: desde la centralidad española jamás se cederá nada si no se fuerzan las cosas hasta el límite, de la legalidad constitucional no surgirá nunca un reconocimiento de la personalidad diferenciada de Cataluña, todo se ha probado dentro de un sistema que se ha revelado irreformable y corrupto de forma que ahora solo queda hacerlo fuera. Y no solo hay teorías a mano, también unas prácticas que las estimulan, concretamente las del Gobierno del PP, que utiliza la legalidad constitucional y sus instituciones como cachiporra.


El rupturismo es la garantía de autenticidad para el procesismo, como el quietismo lo es de la defensa del status quo. Es sospechoso un proceso independentista que no contenga una previsión de ruptura a plazo, porque fácilmente se desviará hacia una negociación en vez de un cambio de régimen. Como es sospechoso de complicidad con el independentismo un defensor de la actual legalidad con veleidades sobre el derecho a decidir o las terceras vías.

En otro tiempo los parabienes eran para el consenso. Ahora su lugar lo ocupa el disenso y a ser posible con los vidrios de la legalidad hechos añicos. Del consenso salen las complicidades y los pactos de silencio de una democracia falsa. Del disenso saldrá la democracia auténtica.

El rupturismo tiene algo de nostálgico. Permite la pervivencia de la identidad revolucionaria en los actuales tiempos pacifistas y posrevolucionarios. Es el paliativo de las insurrecciones armadas de antaño. Son habituales y lógicas las simpatías o al menos las actitudes indulgentes del rupturismo con quienes han renunciado por motivos tácticos a la violencia política.

La ruptura también sustituye al mito de la revolución. Sirve para imaginar un corte rápido y limpio con el pasado, aunque solo sea, y ya es mucho, con la legalidad constitucional. Todo lo que suceda luego es una hoja en blanco que solo tienen derecho a emborronar quienes han protagonizado el asalto. En Cataluña es la independencia, una palabra limpia y deslumbrante.

En esta idea hay también un propósito revisionista. Romper con la legalidad constitucional española es una corrección de la transición tal como se hizo. Si no hubo ruptura entonces, sino el pasteleo de la ruptura pactada entre los reformistas del régimen y la oposición democrática, hagamos ahora en diferido aquel acto definitivo que se identifica con el derrocamiento del régimen e incluso del dictador.



El rupturismo carga las tintas hasta la caricatura como si se cargara también de razones. De ahí la resurrección de Franco y del franquismo, cuya sombra impregna la entera historia democrática en la visión rupturista de hoy. La transición, la Monarquía, la Constitución, el Estado de las autonomías, todo es franquismo. El PP lo es por antonomasia, pero también el PSOE y, qué caray, el pujolismo, por corrupto y por cómplice, aunque su inventor diera con los huesos en la cárcel franquista.

No hay que extenderse sobre la dificultad e improbabilidad de la ruptura. De momento no llega, por más que se la invoque, cosa que obliga a corregir las hojas de ruta para aplazarla una y otra vez. O a esmerar la imaginación, como hace el procesismo con su rupturismo homeopático. En vez de la gran noche de la independencia, minirupturas a disposición de todos, desde los ayuntamientos hasta el parlamento, en forma de declaraciones, resoluciones, leyes de desconexión, desobediencia a las órdenes y citaciones de los jueces, e incluso vulneración del calendario laboral de las administraciones como sucedió el pasado 12 de octubre.

Sobre el papel, deberán conducir por acumulación a un salto cualitativo. Sus estrategas cuentan con la inestimable ayuda del Gobierno del PP, que acude puntualmente con personal y arsenal jurídico a neutralizarlas. Si unos blanden la independencia como objetivo final, los otros esgrimen la suspensión de la autonomía como callada amenaza.

Una y otra estrategia minimalista y gradualista sirven de paliativo y consuelo para todos, pero tienen sus riesgos y límites. Llega un momento en que se agotan. Puede surgir además el accidente de recorrido. Sobre todo si no intervienen otras estrategias más eficaces y políticas que rompan la dinámica viciada de esos dos vectores opuestos que se retroalimentan.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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