Guerra fría en el islam
No pueden evitarlo. Se buscan y se pelean allí donde se encuentran. Sea en una reunión de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) en Argel esta semana, donde se han discutido por las cuotas de producción, sea en Nueva York, en la Asamblea de Naciones Unidas la semana anterior, donde se acusaron mutuamente de complicidad con los terroristas. Son países muy próximos, de religión musulmana, vecinos separados por las aguas poco profundas y altamente salinas del golfo Pérsico o Arábigo, donde hay mucho petróleo y muy poca libertad, bajo regímenes teocráticos que aplican la sharía con matices de crueldad apenas distinguibles.
No hay un caso como el de Irán y Arabia Saudí en todo el mundo. Hay muchos ejemplos de países enfrentados permanentemente en pequeñas guerras frías regionales que a veces se calientan. La inquina entre India y Pakistán, con el territorio de Cachemira en disputa, enervada ahora por un ataque terrorista contra un puesto fronterizo del ejército indio, viene de la partición e independencia de ambos países en 1947. Las dos Coreas rivales constituyen un solo país dividido por una de las guerras más calientes que inauguraron la guerra fría, prolongada hoy todavía por la creciente amenaza nuclear exhibida por el norte. La tensión bélica de baja intensidad entre Ucrania y Rusia es fruto de la pugna de un país por la emancipación del imperio al que siempre había pertenecido.
En el caso de estos dos grandes países de población musulmana y de regímenes teocráticos de Oriente Próximo, en cambio, se trata de una tensión que es a la vez contemporánea y ancestral, puesto que es una pugna por la hegemonía regional como no hay otra en el mapamundi actual, pero busca sus raíces legendarias en las guerras dinásticas por la sucesión de Mahoma de la que surgieron las ramas divididas del islam. Su origen más inmediato es el vacío geopolítico generado por la errónea estrategia de Estados Unidos hacia la región, con la destrucción de Irak y sobre todo de sus fuerzas armadas tras la guerra de 2003, de un lado, y la ausencia de una estrategia adecuada ante las revueltas árabes de 2011, del otro.
Si hubiera que buscar una analogía histórica para esos dos países, servirían Francia y Alemania durante el siglo XIX y parte del XX, una larga etapa en la que pugnaban por la hegemonía europea hasta llegar a la guerra en tres ocasiones, dos de ellas arrastrando al resto de Europa e incluso del mundo. Mientras ambos vecinos anduvieron a la greña, el entero continente se mantuvo dividido y sujeto a la inestabilidad, que solo terminó con la reconciliación y la alianza en el marco de las instituciones europeas.
Las más reciente de las manifestaciones de la acritud instalada entre iraníes y saudíes la ha proporcionado este mes de septiembre el Hajj o peregrinación anual de los musulmanes a La Meca, a la que por primera vez en tres décadas no han podido acudir los chiitas iraníes. Para la monarquía saudí --que organiza la multitudinaria peregrinación, negocia las cuotas de peregrinos y concede los visados-- el Hajj es una palanca en sus relaciones internacionales y una fuente de legitimidad. Los ayatolas iraníes, en cambio, contestan el derecho de la familia real saudí a constituirse en guardiana de los santos lugares, como hizo el fundador Abdulaziz Ibn Saud cuando creó el país que lleva su nombre en 1928, y reivindican una autoridad religiosa internacional que se haga cargo de los santuarios de todos los musulmanes. Sus argumentos se ven reforzados cada vez que se produce una catástrofe durante la peregrinación, como sucedió hace un año, en el anterior Hajj, cuando perecieron más de dos mil peregrinos en una avalancha, de los cuales 464 eran iraníes.
Irán y Arabia Saudí no tienen ahora relaciones diplomáticas, rotas desde el pasado mes de enero, tras el asalto de la embajada saudí en Teherán por manifestantes que protestaban por la ejecución del clérigo chiita saudí Nimr al Nimr. Ambos países libran una salvaje guerra por procuración en Siria, donde se enfrentan tropas sufragadas por los saudíes con milicias chiitas comandadas por militares iraníes, las primeras para derrocar al régimen de Bachar el Asad y las segundas para defenderlo, cada una de las partes, a su vez, con el apoyo más o menos explícito de Rusia a favor del régimen o de Estados Unidos en contra. Las armas, el dinero e incluso las tropas saudíes e iraníes también pueden encontrarse frente a frente en las respectivas guerras civiles de Irak y Yemen, en lo más semejante a una guerra religiosa internacional que se haya visto en los últimos siglos.
También hay guerras geoeconómicas en la producción de energía, un mercado en el que ambos países se hallan enfrentados por intereses contrapuestos. Teherán necesita aumentar la producción hasta recuperar el nivel previo a las sanciones internacionales, pero Riad quiere reducirla para evitar que los precios sigan cayendo. Los saudíes han jugado con los precios del petróleo a la baja para expulsar de la rentabilidad la extracción no convencional, en aguas profundas o mediante fracking o fracturación hidraúlica del subsuelo; pero actualmente se enfrentan a una crisis fiscal, con un déficit del 13 por ciento, que les está obligando a cortar el gasto público –han recortado los salarios de los ministros en un 20 por ciento-- y a aumentar los ingresos.
Irán y Arabia Saudí compiten por la hegemonía en la región en un momento crucial en que Europa ha desaparecido, Rusia regresa con fuerza y Estados Unidos adopta una posición de repliegue y de cautela. Centenares de miles de víctimas civiles y millones de refugiados pagan duramente la factura de estos movimientos geopolíticos y bélicos que están destruyendo un país entero como es Siria, donde las treguas no duran y la paz es altamente improbable. Aunque la derrota del califato terrorista parece inminente, difícilmente se traducirá en lo inmediato en forma de paz y estabilidad para Siria. Planteará, por supuesto, un problema de seguridad para todo el mundo, sobre todo con el regreso de los yihadistas ex combatientes, pero despejará el paisaje de la región y se verá entonces que tras la humareda se escondía esencialmente la guerra entre la monarquía saudí y los clérigos chiitas de Irán, en cuyas manos están las llaves del conflicto sirio.
Si alguna vez regresa la estabilidad a la región será porque Riad y Teherán habrán dejado de pelearse y emprendido el camino en dirección contraria, como Francia y Alemania a partir de 1945, algo muy improbable tratándose de regímenes despóticos que se escudan en el rigor de la religión para reprimir cualquier atisbo de apertura.
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