Simón Peres: una voz que predicaba paz en el desierto
Cuando era presidente de Israel se enorgulleció hasta el final de ser un optimista empedernido
En una tierra castigada por décadas de conflicto, incapaz de sacudirse un escepticismo que se ha convertido en un estado de ánimo general, Simón Peres se enorgulleció hasta el final de ser un optimista empedernido. Israel es poco dado a opiniones unánimes, eternamente enzarzado en disquisiciones sobre lo divino y lo humano. Una excepción fue el 90 cumpleaños de Peres, en 2013, un jubileo moderno que contrapuso su reverenciada figura presidencial a la del divisivo primer ministro, Benjamín Netanyahu.
Cuando le entrevisté entonces, Peres no habló del pasado. “Espero que mi momento de mayor orgullo llegue cuando haya paz en mi país”, dijo. Repitió la palabra paz una veintena de ocasiones, con convencimiento, consciente de que era una voz solitaria en un país cada vez más escorado a la derecha.
Pude escuchar a Peres en otras ocasiones en actos públicos en el año que le quedaba como presidente, un cargo de un único mandato de siete años. Se esmeraba en fomentar su otra obsesión personal: el cambio digital para consolidar a Israel en una potencia tecnológica mundial. Impresionaba aquel diminuto anciano impecablemente vestido, que huyó de una Europa antisemita en 1934, hablando con ardor y soltura de nanotecnología e inteligencia artificial.
Peres, en realidad, tuvo que adentrarse a lo largo de su vida en muchos terrenos para él desconocidos. No luchó en ninguna guerra, a diferencia de otros líderes de su generación, pero consiguió ventajosos contratos armamentísticos para su país. Su educación la recibió en un kibutz y luego estudió economía y filosofía en Estados Unidos, pero llegó a darle a Israel el reactor de Dimona, que hizo del país la potencia nuclear que es hoy.
Su trayectoria vital fue la de muchos líderes israelíes: al llegar a las instituciones, se moderó. Sus contactos con Francia y Reino Unido después de que Egipto nacionalizara el canal de Suez habían llevado a la guerra de 1956 y en los años 70 había fomentado activamente la colonización de Cisjordania. Todo aquello quedaba olvidado en la cima de su popularidad como presidente. Es más, olvidarlo era lo que le facilitaba una admiración unánime.
Su discurso era hermoso. Era de hecho un refrescante contrapunto a las obsesiones apocalípticas de Netanyahu con Irán. El problema: eran y son deseos. Israel no está más cerca de la paz que hace tres años. A aquellas proclamas les faltaba y les falta un verdadero compromiso de quien sigue tomando las decisiones. Y Netanyahu sigue en ese apartado tan pesimista como hace tres años.
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