Antes de que cierren las urnas
Un par o tres de cosas quiero dejar escritas antes de que cierren las urnas en Galicia y el País Vasco. Ante todo, que son unas elecciones extrañas si las medimos por el rasero europeo, un punto de vista que se preocupa ante todo del comportamiento de los partidos populistas, de derechas fundamentalmente (Alemania, Francia, Austria, Países Bajos…), pero también de izquierdas (Grecia). La factura de la crisis, que produjo gobiernos tecnocráticos y luego de alternancia o incluso alternativos en Italia, Portugal y Grecia, en España solo se traduce en desgaste, enorme ciertamente, de los partidos tradicionales, pero sin expulsarlos del poder.
Convergència sigue reteniendo la presidencia de la Generalitat a pesar de las ganas con que aplicó la tijera social hasta 2012, en vanguardia de la derecha española, y luego del laberinto con su hoja de ruta hacia la independencia en el que se metió; Rajoy ha sufrido un desgaste colosal por la corrupción y los recortes, pero sigue siendo el jefe de la formación más votada y es el que tiene más posibilidades de repetir como presidente, gracias a la gran coalición antisánchez que ha sabido promover; el nacionalismo vasco sigue siendo hegemónico en Euskadi y es el que ofrece el resultado fijo en la quiniela de hoy; y el PP de Feijóo también tiene todas las bazas para seguir gobernando en Galicia, aunque llegue a las urnas con un margen de incertidumbre.
Si nadie en Europa observa con especial preocupación las elecciones de hoy, tampoco la hay por la parálisis política que se instalado primero en Cataluña y desde hace ya nueve meses en el Gobierno de España. A juzgar por el buen funcionamiento de la economía y por el incremento de las inversiones, ni la improbable secesión catalana ni la parálisis gubernamental española quitan el sueño en las cancillerías e instituciones europeas, más preocupadas por el Brexit, el terrorismo yihadista, la crisis de los refugiados, la rebelión iliberal y antieuropea del grupo de Visegrado o la faz cada vez más amenazante de un Putin crecido gracias a su protagonismo en Oriente Próximo. Cada uno lee las cifras económicas a su aire: para los indepes son la confirmación de que la república catalana no da miedo, pero para sus adversarios son exactamente la demostración de que nadie cree en la viabilidad de esas hojas de ruta y sus amenazas de proclamaciones unilaterales.
Por más noventayochistas que intentemos ponernos, España no es el problema, aunque Europa tampoco sea la solución. Visto desde el ancho mundo, no hay problema español, como apenas hay problema catalán. Al contrario: ahora vale la frase maldita de Aznar: España va bien, Cataluña va bien e incluso Barcelona va bien (y también Madrid, naturalmente). Estamos ya italianizados: la economía y la realidad van por un lado y la política y los discursos van por otro. Si los españoles no son capaces de formar un gobierno, allá ellos, mientras sigan creciendo y pagando puntualmente lo que adeudan.
Si acaso, la pérdida que estamos sufriendo, que la hay con toda seguridad, no es de las que llama la atención desde fuera de nuestras fronteras hispánicas. No alarma lo que no produce alarma a los intereses europeos e internacionales; algo que no quiere decir que no nos sucedan cosas alarmantes. España y Cataluña van bien, pero España y Cataluña cada vez cuentan menos, cosa que no tan solo no les importa a nuestros socios y amigos de fuera sino que incluso les viene bien en un momento en el que todos sufren, los países grandes y los chicos, como resultado de la redistribución de poder que se está produciendo en el planeta en detrimento del mundo occidental y europeo principalmente.
Nuestras crisis no nos están pasando facturas de momento en forma de ascenso y llegada al gobierno de los populismos, pero sí está destruyendo un patrimonio de prestigio y de influencia internacionales prácticamente en todos los niveles de las administraciones, aunque con la notable y elocuente excepción de las dos mayores ciudades españolas, Madrid y Barcelona, que siguen conservando e incluso han renovado su atractivo y su capacidad de influencia en un momento de crisis de las naciones y los Estados europeos. Convendría analizar bien este fenómeno, para ver cuánto tiene de universal y objetivo en un mundo cada vez más articulado por las redes de las grandes ciudades, y cuanto debe a las formaciones políticas que gobiernan las dos principales urbes hispánicas desde hace apenas dos años, en la única alternancia seria que se ha producido como efecto de la crisis.
La irrelevancia tiene la ventaja de que no adquiere tintes dramáticos en el presente, aunque pueda ser decisiva en el futuro, cuando las cosas no vayan tan bien y no tengamos ya palancas útiles para actuar y buscar las alianzas que nos convengan. La atención europea y mundial se centró en España en el verano de 2012 cuando la economía española se hallaba al borde del colapso y a un paso de la intervención. Ahora los sensores de alarmas no están situados ni en Galicia ni en Euskadi, y tampoco en Madrid y Barcelona. Afortunadamente.
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