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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La tentación europea a ensimismarse

La movilización anti TTIP cataliza el malestar antiglobalización sin contar sus ventajas

Xavier Vidal-Folch

Desde que en mayo Greenpeace reveló lo evidente --que las multinacionales estadounidenses pretenden hacer de su capa un sayo en el TTIP o Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones, por sus siglas en inglés— la indigencia intelectual, moral y política de la dirigencia europea se dispara hacia el ensimismamiento.

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El francés François Hollande balbució que no está “a favor de un comercio sin reglas” (sic); las juventudes socialistas alemanas se exaltaron contra el libre comercio como si fuera Barrabás e hicieron temblar a su ponderado jefe, Sigmar Gabriel; los 1.500 agitadores antiglobalización que han decantado a sus municipios contra el imperio de Obama (jamás contra Putin) han regurgitado felicidad. Aunque la mayoría de los europeos sigue milagrosamente militando a favor de desarbolar barreras comerciales, según el eurobarómetro: el 53%, contra el 32%.

Poco importa que los negociadores de Bruselas y quien al final deberá ratificar el pacto, el Parlamento Europeo (además de los nacionales), hayan dado todas las garantías: compromiso de no rebajar estándares sociales y mediambientales, transparencia sobre las posiciones negociadoras de la Comisión, acuerdo de aceptar solo un mecanismo público de resolución de conflictos y con jueces de carrera…

Poco importa tampoco que la mayoría de los estudios económicos sobre el TTIP calculen que sus efectos económicos serán muy apreciables, más en la UE que en EE UU. Pueden y deben discutirse, pero desde los informes pioneros del Centre for Economic Policy Research (Reduciendo las barreras transatlánticas) o de la Fundación Bertelsmann (TTIP, ¿quién se beneficia del acuerdo comercial?), estiman que el aumento del PIB europeo podría acercarse al 1%. Los más beneficiados serían los países con mayor capacidad de entrada en el mercado norteamericano; los que disponen de un sólido sector agroalimentario; los que mantienen manufacturas tradicionales; y aquellos en que las pymes (y no las grandes multinacionales) exhiben mayor peso. No es de extrañar pues que España fuese, según esos criterios, muy favorecida.

El TTIP va tanto más de armonización de estándares de calidad y de garantías para las inversiones que de desmochar barreras arancelarias. Pero aunque estas sean ya bajas como promedio (el arancel medio es del 2%), son gigantescas en algunos sectores: 22% para los lácteos en EE UU; 45% para la carne en la UE. Y son esos los subsectores que más gritan, los siempre protegidos y subvencionados agroalimentarios.

La movilización contra el TTIP sintoniza con un malestar de fondo, con el populismo en que se expresan algunos perdedores de la modernidad; con la antiglobalización irracional pero explicable por asimétrica, eficaz en lo económico-financiero, inane en lo fiscal y descompensada en sus efectos sociales, al no reequilibrar a los perdedores. La marea anti-TTIP cataliza así la reacción proteccionista, que siempre acaba en conflicto y a veces en guerra. Algún día los ensimismados deberían preguntarse si prefieren mejorar los acuerdos en cocción o un mundo desplazado al Pacífico, donde Europa no sea más que un sueño dilapidado entre Washington y Pekín, la decadencia.

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