El Orgullo Gay después de Orlando
EE UU ha demostrado que la conquista de derechos se alcanza cuando, en un carril paralelo, también avanza el rechazo a la intolerancia y la homofobia
Las parejas homosexuales de Estados Unidos tienen derecho a casarse, a compartir seguros médicos, a hacer declaraciones de impuestos conjuntas o adoptar niños. La opinión pública respalda esos derechos a niveles más altos que nunca. La candidata demócrata a la Casa Blanca desfila en las celebraciones del Orgullo Gay de Nueva York. El presidente de la nación hace referencia a las reivindicaciones por la igualdad de los transexuales en un discurso a las dos Cámaras del Congreso y acaba de crear el monumento nacional a los derechos LGBT. Cuando habla de esta comunidad, no se queda en las siglas: habla de gais, lesbianas, bisexuales y transexuales.
Es el relato de los avances hacia la igualdad de todos los ciudadanos estadounidenses que han visto cómo la ola del cambio se aceleraba y ganaba fuerza en el último lustro. Cualquiera que mirase atrás hacia estos últimos años podría preguntarse ¿qué más queda por ganar? Pero la misma oleada chocó el pasado 17 de junio, de golpe, con el muro del terror. Una masacre en un club gay de Orlando, la peor en la historia de EE UU, acabó con la vida de 49 personas y dejó otras 53 heridas.
Mirando atrás se lee también el relato de cuatro décadas de avances incuestionables, como el hecho de que EE UU haya celebrado este fin de semana el primer aniversario de la plena igualdad de derechos, interrumpidos únicamente por instantes en los que la homofobia y el odio recuerdan que la verdadera igualdad, la apuntalada en la aceptación y el respeto en toda la sociedad, aún no está lograda. El ataque de Orlando ha sido el último.
Más de dos semanas después de la masacre se desconoce aún el verdadero motivo de Omar Mateen, que juró su lealtad a ISIS durante el tiroteo, pero también mostró señales de dudas sobre su identidad, habiendo visitado el club en varias ocasiones y como usuario de aplicaciones para citas entre homosexuales. Para la comunidad LGBT, ninguna de estas razones oculta que el hecho de ser un club gay lo convirtió en objetivo.
“Tenemos trabajo por hacer cuando personas LGBT de todo el mundo todavía se enfrentan a un aislamiento increíble, pobreza, persecución, violencia e incluso la muerte”, dijo Obama en una ceremonia en la Casa Blanca apenas dos días antes de la masacre. Según las autoridades estadounidenses, el 22% de los crímenes de odio perpetrados en el país son contra homosexuales o transexuales.
La reacción en EE UU a la masacre de Orlando ha sido la de la defensa de espacios como el club Pulse, necesarios aún para la comunidad LGBT. “La existencia de estos lugares es en sí un acto de rebeldía. Representan la reivindicación de espacios por parte de personas que viven en los márgenes de la sociedad”, escribe Julio Capó, profesor de la Universidad de Massachusetts.
Pero quienes han conocido estos lugares como el único sitio donde sentirse aceptados, comprendidos y donde nadie les iba a tratar desde la diferencia, también saben que esas cuatro paredes pueden convertirse rápidamente en un velo fácil de rasgar. “Mis primeras visitas a clubs gais eran operaciones clandestinas y, debo decir, es difícil ser gay sin que nadie se dé cuenta y a la vez ir vestido adecuadamente para salir una noche”, escribió hace una semana Matt Thompson, columnista de The Atlantic, hijo de inmigrantes y miembro de la comunidad gay de Orlando en los 80 y los 90. El atentado ha recordado que muchos miembros de la comunidad LGBT todavía tienen en estos locales —desde Orlando a Detroit, Nueva Orleans o Nueva York— el único espacio donde viven en completa libertad y aceptación.
Mientras, en el exterior, la sociedad estadounidense es el ejemplo de que, en un carril paralelo al de la conquista de los derechos, es necesario que avance el rechazo a la intolerancia y la homofobia. Las redadas del Stonewall Inn tuvieron por respuesta la creación de un movimiento de protestas y activismo por la igualdad de gais y lesbianas que ha durado varias décadas. Sobre esas protestas se sustenta la reacción a la iniciativa el año pasado de una funcionaria de Kentucky que se negaba a casar a parejas homosexuales.
Cuando poco después dos Estados sureños aprobaron leyes que permiten negar servicios a parejas homosexuales, la comunidad empresarial del país se pronunció rápidamente a favor de la igualdad de derechos. Y hace apenas dos meses fue el mundo de la cultura y el cine el que boicoteó a Carolina del Norte tras aprobar una ley que niega el acceso a los baños públicos a los transexuales que quieran emplear el servicio del género con el que se identifican.
El último ejemplo también pasa por Orlando. Decenas de personas crearon murallas humanas en los funerales de las víctimas del ataque para que ni las familias ni las cámaras de televisión pudieran apreciar la presencia de activistas que portaban mensajes homófobos. Harvey Milk, el primer político electo en San Francisco tras revelar su homosexualidad y asesinado en 1978, afirmó “si una bala me atraviesa la cabeza, dejen que esa bala destruya las puertas de todos los armarios”. Su deseo aún no se ha cumplido, pero la oleada del cambio solo avanza en una dirección.
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