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NADA ESCRITO
Columna
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La costumbre de resucitar

Elegir un equipo es elegir un destino. Ser necaxista es aceptar el riesgo y la paciencia

Juan Villoro
Alineación del Necaxa en el Apertura Ascenso 2015.
Alineación del Necaxa en el Apertura Ascenso 2015.Archivo

En El Reino, Emmanuel Carrère juzga imposible profesar el catolicismo sin aceptar una escena fundamental de su narrativa: la resurrección. Más complejos, los feligreses del Necaxa necesitamos que nuestro equipo resucite mucho. 

El necaxista exagera la identidad. Nuestro sentido de pertenencia no depende de la tradición ni del arraigo, sino de ignorar la norma. No le han faltado glorias a una escuadra que en los años treinta jugaba con un entendimiento casi sanguíneo y recibía el mote de Los Once Hermanos, pero tuvieron que pasar sesenta años y muchas peripecias (casi todas tristes) para llegar a la siguiente racha ganadora: en los noventa, los rojiblancos se convirtieron en El Equipo de la Década. La presa de Necaxa produce luz. La gran metáfora de Moby Dick es que las ballenas no se cazan por la emoción de combatir a un mamífero gigante sino para hacer velas con su esperma: en alta mar se dirime la conquista de la luz. 

Algo similar sucede con el Necaxa. Los Electricistas padecen apagones. En 1943 abandonaron una liga degradada por el profesionalismo. Sus goles serían gratuitos o no serían. Siete años después, el sindicato eléctrico se hizo cargo del club y aceptó las condiciones del capitalismo sin deponer la crítica. 

No es casual que ahí surgiera el intento de fundar una asociación de futbolistas, encabezada por Antonio Mota, que defendió la portería de la selección como una de sus causas perdidas (algunos masoquistas le reprochan que sólo haya recibido ocho goles contra Inglaterra).

Me aficioné al equipo sin saber de su raigambre combativa ni de los trofeos que se oxidaban en sus vitrinas. Mi motivación fue otra. Mis padres se divorciaron y nos mudamos a un barrio donde sólo conocí necaxistas. Odiaba mi escuela, mi familia no era muy alentadora y opté por otro sentido de pertenencia: sería de mi calle. 

Elegir un equipo es elegir un destino. Ser necaxista significa aceptar el riesgo y la paciencia. Esto se agudizó en 1971 cuando mi equipo fue sustituido por el Atlético Español. Durante once años nos quedamos tan solos como Adán en el Día de las Madres.

Cuando vino la resurrección, muchos seguidores apoyaban otras alineaciones, sin más virtud que ser reales. El estadio estaba tan vacío que se volvió célebre una broma. Una persona llamaba para preguntar: "¿A qué hora juega el Necaxa?". "¿A qué hora pueden venir?", respondían.

En 1997, el necaxista José Woldenberg quedó al frente del Instituto Federal Electoral. Tenía méritos como politólogo y había depositado sus ilusiones futbolísticas en un ideal casi imposible. Las elecciones de 2000, que llevaron a la alternancia democrática en México, dependieron en buena medida de este héroe cívico. Otro necaxista, el presidente Ernesto Zedillo, hizo un gesto más digno de sus colores en la cancha que en la política: aceptó la derrota.

El Necaxa fue poderoso en los noventa y cautivó a una legión de niños. Pero antes de que crecieran para llenar el estadio, vino otro calvario. En 2003 los rojiblancos se mudaron a Aguascalientes y en 2009 abandonaron la primera división.

¿Es posible ser leal a tantos vaivenes? El Necaxa sigue siendo el equipo de mi calle. Lo comprobé cuando lo vi jugar en Aguascalientes. Me encontré rodeado de japoneses y me explicaron la razón: ahí está la planta ensambladora de Nissan; los colores de la bandera japonesa son el rojo y el blanco; el País del Sol Naciente se identifica con Los Rayos. En otras palabras: es el equipo de mi calle, irreconocible en la ciudad, pero intacta en mi mente.

La identidad no es otra cosa que una ilusión compartida. Como el incierto destino, el Necaxa vive para el asombro y ha vuelto a resucitar.

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