En Bruselas todo son sirenas
La tristeza es infinita, rezuma del pavimento, gotea sobre las aceras
El ruido es continuo, llega de todas partes, atraviesa la ciudad como una herida abierta. Ambulancias, coches de bomberos, furgones policiales, vehículos camuflados con los girofaros encendidos aullando a su paso. La gente se detiene a mirar, aturdida, con la mirada vacía. Saben que todo esto es verdad, y saben que lo sabían: esto iba a pasar, tenía que pasar.
La tristeza es infinita, rezuma del pavimento, gotea sobre las aceras. Es la única palabra que brota de los labios, “nuestros” labios, pues esa ha sido la puntilla: ha ocurrido en casa, este horror. “Nuestros” primeros atentados suicidas, cuerpos por el suelo en nuestro aeropuerto de Zaventem, pedazos de carne ante los vagones de nuestro metro, reventado, detenido por la fuerza. Estación de Maelbeek, otro de esos nombres que los periodistas extranjeros van a tener que aprender a pronunciar. Trece muertos en Zaventem, quince en Maelbeek. Al menos, es lo que dicen en el momento en que escribo estas líneas.
Llegar al periódico, deprisa, en una ciudad que se está cerrando, se ve, se escucha, todo cierra, parte a parte, lugar tras lugar. Primero los aviones, luego el metro, los autobuses, los túneles, las carreteras. ¿Y las escuelas? En Molenbeek, unos padres atemorizados se apretujan contra la puerta, quieren llevarse a sus hijos. En la radio, el concejal de educación conmina: “Déjenlos en el interior; dentro están más seguros”.
11:24, las sirenas arrecian, todo aúlla: una explosión en la rue de la Loi —calle de la Ley— “Explosión en la rue de la Loi”, reza el SMS de un hijo a su madre. Seguido de: “Quédate en casa”. Volver a casa, deprisa, encerrarse a cal y canto, eso es lo urgente. Los coches se arremolinan hacia la salida de Bruselas. Hacia el interior, apenas nadie, salvo los coches de policía que aceleran hacia ese peligro del que el transeúnte solo puede pensar, escuchar más bien, que está en todas partes. Esos coches chillones son los únicos que se adentran en los túneles vacíos, y esa circulación fantasma pone los pelos de punta, no sé por qué. Es solo que sabemos que no es normal. Y, hoy, la ciudad no es normal, porque la vida se ha detenido.
“¿Estás bien?”. Es la otra frase que circula. “¿Te has quedado en casa o estás en el trabajo?”. “Ten cuidado, por favor”. “¿Estáis todos bien?”. La angustia aumenta, pues la red de telefonía móvil, saturada, ha dejado de funcionar; también ha cerrado. Twitter y las redes sociales han tomado el relevo. Con ese miedo que se comparte cuando se tiene la suerte de estar con alguien, físicamente, aquí, en el momento: ¿y si uno de mis seres queridos, un amigo, estuviera entre esos muertos propulsados, destrozados, sobre el asfalto de Bruselas? Maldita época.
De nuevo el lockdown. Pero esta vez por sorpresa, con esa sensación de haber sido tomados como rehenes, por sorpresa, de tener que huir de un lugar que debía ser un lugar de vida, no de muerte. Esta vez es el país entero el que se ha detenido, nivel 4 para todos, el metro de Charleroi está cerrado, ya no circulan trenes hacia Bruselas. Ni hacia París, Londres o el mundo.
El hospital Saint-Pierre ha hecho un llamamiento a donar sangre. El primer ministro, grave y con emoción en la voz, comparece con parte de su Gobierno. El viernes, detuvieron a Abdeslam, hoy tenemos la impresión de pagar la factura. Llamamiento a la calma, a la solidaridad. Llamamiento a quedarse en casa. Bart De Wever habla del acontecimiento más grave desde la Segunda Guerra Mundial. Manuel Valls repite: “Hace varios meses que en Europa estamos en guerra”. Francia acaba de movilizar a 1600 policías y gendarmes, 225 militares belgas se dirigen a Bruselas. La guerra...
“Cobarde, ciego”, dice el primer ministro. “Odioso” escriben el rey y la reina.
La tristeza, decía. Infinita.
Traducción de José Luis Sánchez
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