Polarización a la americana
Las primarias en Estados Unidos reflejan la erosión de su sistema bipartidista
Es común que la desconfianza social y la inestabilidad sean el resultado de la fragilidad institucional. La calidad de la democracia es baja allí donde las instituciones son efímeras y las reglas de juego se alteran fácilmente. Así ocurre en buena parte de América Latina.
Otras veces, sin embargo, el déficit democrático es producto de un escenario opuesto: instituciones demasiado estables, rígidas. Es que las instituciones son perecederas, sirven para una cierta época. Pasada su fecha de vencimiento, pierden capacidad de hacer aquello para lo que fueron creadas. En el caso específico de las instituciones políticas, para representar y gobernar, es decir, competir en elecciones y legislar.
Bienvenido a Estados Unidos. Gobierno dividido, parálisis en el Congreso y activismo legislativo del Ejecutivo son los rasgos distintivos de las dificultades para gobernar. Una vez cada cuatro años, además, un ciclo electoral tras otro, emergen los síntomas agudizados de un sistema de representación que no funciona. La polarización lo ilustra. Ya no son dos partidos, son tres o tal vez cuatro.
Establishment es la palabra más frecuente del léxico electoral. Ello en referencia a la inesperada debilidad de los moderados y sus propuestas, alguna vez expresión de sus respectivas corrientes mayoritarias. Con la erosión del mainstream, también aumenta la probabilidad de perder al votante medio, ese moderado que ocupa el centro. Es un rasgo sistémico, nótese que ocurre en ambos partidos.
En el Partido Republicano la conversación ha sido en idioma Trump. Su show mediático ha marcado el tiempo del debate. Entre la xenofobia, la misoginia y el proteccionismo, el sinsentido de sus propuestas ha sorprendido y atemorizado a la dirigencia tradicional del partido. Su rival más sólido—por ahora, al menos—es Ted Cruz, un acabado exponente del fundamentalismo religioso. La primera frase en el discurso con el que festejó su victoria en Iowa fue “a Dios, la gloria”.
Cruz no es precisamente moderado, ni mucho menos secular, pero tampoco lo es Marco Rubio, a pesar de ser el favorito del establishment. Tal vez sea una preferencia por descarte, considerando que Rubio es incapaz de abrir la boca sin invocar a Jesús en cada intervención—según ironizó Paul Ryan, el Republicano líder de la Cámara de Representantes—y que su récord legislativo es, digamos, “inconsistente”, un benigno eufemismo por “calculado oportunismo”.
Si el centro de gravedad Republicano se ha corrido hacia la extrema derecha, el Demócrata va en dirección contraria. Allí el mainstream se siente acorralado ante el discurso clasista de Bernie Sanders. Su victoria en la disputa por el control de la retórica es tal, que buena parte del debate con Hillary Clinton transcurre en determinar quien de los dos exhibe más pergaminos progresistas. No es ella, seguramente, aunque menos por ser agente cautivo de Wall Street, como la acusa Sanders, que por haber sido parte del DLC, Democratic Leadership Council, grupo que renegó de los principios clásicos Demócratas, el universalismo en la política social entre ellos. Es como si Tony Blair le hubiera dicho a los sindicatos que, a pesar de New Labour, él era más izquierdista que ellos.
La presencia de un candidato definido como “socialista democrático” no deja de ser una bocanada de aire fresco, un poco de Europa en la congelada política estadounidense. De hecho, con su incesante estigmatización de la banca y las grandes corporaciones, Sanders hasta podría parecer como una reliquia del New Deal. Ello si no fuera que la desigualdad crece sostenidamente desde 1969, con una pronunciada aceleración en los noventa durante la presidencia de…Bill Clinton, a propósito de primarias.
La polarización es especular. Lo que está a la derecha, en un espejo se ve a la izquierda y viceversa, pero la imagen es idéntica. Para unos el empobrecimiento y la desigualdad ocurren por los inmigrantes mexicanos. Para los otros la culpa es de Wall Street. El acusado cambia, la ira es la misma. En ambos casos, la polarización aleja al votante medio, ese que casi siempre define una elección.
Imagínese una elección entre Trump y Sanders y todo ese espacio en el centro sin dueño. Sin dueño hasta que Michael Bloomberg y su pragmatismo independiente decidan ingresar a la contienda a último momento para llevarse el premio mayor en noviembre. Es que ya no es un sistema de dos partidos. Que no lo sea más, entonces.
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