Hay vida después de Mas
Artur Mas se ha ido. Un día volverá, dicen algunos, pero son muchos los que le dan por enterrado. Veremos. Los augurios de supervivencia forman parte de la venta de su retirada, facilitada por la plaza vacante que tenía el nacionalismo convergente: su primer ex presidente, el fundador y padre de la patria, no está, ha desaparecido, se ha convertido en el innombrable. La función que se le asigna a Mas es, como mínimo, la que tenía Pujol antes de la confesión de julio de 2104. Es algo así como el presidente emérito. El masismo es un pujolismo que prefiere olvidar su nombre. En todo caso, cuanto mejor le vayan las cosas a Puigdemont menos futuro tendrá Mas o tendrá un futuro más emérito y menos efectivo. Puigdemont lo tiene muy difícil, es verdad, pero a más Puigdemont, menos Mas y viceversa.
Otra cosa es el ‘procés’, que se encuentra ahora en una inflexión decisiva, la primera de verdad desde que empezó propiamente, en 2012. Una de las mayores virtudes del independentismo es que vive al día, muy acorde con la sociedad digital e instantánea. En el ‘procés’ no hay pasado ni futuro, todo es presente. Y si el presente permite sobrevivir, hay proceso, con Mas y sin Mas. La bicicleta solo cae si se para. No tiene memoria autobiográfica y de ahí que no le importe decir y hacer hoy lo contrario de lo que hizo y dijo ayer o de lo que dirá y hará mañana. El último episodio, el más reciente, es quizás el más doloroso. Hasta la noche del jueves 7 de enero Artur Mas rechazaba hacerse a un lado porque se identificaba abierta y directamente con el futuro del ‘procés’ y a las 72 horas sus panegiristas --los mismos que le habían convencido de que él era el ‘procés’-- ya estaban explicando que se equivocaban quienes le identificaban con el ‘procés’ y en consecuencia daban por perdido a este último.
Es un buen momento, por tanto, para intentar evaluar cómo ha quedado todo tras la caída de Mas. La pregunta malintencionada es si hay ‘procés’ después de Mas y la respuesta podría ser que sí lo hay, pero que ha cambiado de naturaleza y de dirección. En primer lugar por una cuestión de personas. Aparentemente, los convergentes buscaban un presidente para evitar las elecciones, ganar tiempo –un año sin posibilidad de disolver el parlamento—y refaccionar el partido a fondo. También librar la batalla sucesoria entre los actuales candidatos: Gordó, Rull, Turull, Homs, quizás Munté y ahora Puigdemont. ¿O no? El presidente neutro puede ser un deseo, pero no existe: una vez se encuentra la persona para la tarea interina e incluso para imaginar el regreso triunfal de Mas, esta persona entra en juego con toda naturalidad y cuenta además con bazas incluso más serias que otros.
También ha cambiado el paisaje político. Mas tenía ante sí la mayoría absoluta del PP. Puigdemont ya tiene aliados en Madrid y en el propio socialismo sin haberse movido, solo por virtud de las elecciones generales. El gobierno y el calendario que recibe Puigdemont pertenecen a la etapa anterior y sobreviven en la actual únicamente como amenaza disuasoria. Los dirigentes del proceso lo saben e incluso admiten en privado, pero evitan hacer doctrina pública: saben que no habrá independencia, pero creen que solo nos moveremos hacia el referéndum o hacia el reconocimiento del Estado plurinacional si mantienen viva la disuasión movilizadora.
¿Vamos hacia la ‘paix des braves’, que solo se hace entre duros de ambos bandos? Esta expresión, la paz de los valientes, es del general De Gaulle para referirse a la guerra de Argelia. Aunque Puigdemont es uno de ellos, en cuanto ha entrado en detalles ha mostrado un ángulo de visión estratégica algo más abierto y menos esencialista que la de Mas, al que nadie va a echar en falta a la hora de tender de nuevo los puentes, al contrario: la independencia no es un objetivo en sí misma sino que está al servicio de la gente. Si alguien le demuestra seriamente que las personas estarán mejor servidas con otras fórmulas, estaremos al cabo de la calle.
Cuesta más convencer a un converso que a un creyente de toda la vida.
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