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Merkel bajo presión

Más líder que nunca en Europa y más contestada que nunca en casa, la canciller intuye que la crisis de refugiados marcará su lugar en los libros de historia

Claudi Pérez
Angela Merkel saluda a unos ciudadanos a su llegada a un acto ayer en Núremberg.
Angela Merkel saluda a unos ciudadanos a su llegada a un acto ayer en Núremberg. MICHAEL DALDER (REUTERS)

Para saber quién manda en Europa basta con acercarse a un milagroso superviviente de la II Guerra Mundial: la sede de la Luftwafe, construida por el mariscal Göring y donde ahora, paradojas de la historia, reside el más poderoso ministerio de Hacienda de Europa. O con acudir a la sede encastillada del Bundesbank, el banco central alemán, a las afueras de Fráncfort. Pero lo mejor, sin duda, es entrar en la cancillería, conocida por los berlineses como la lavadora por la esfera acristalada que remata el cubo de la fachada. El ministro de Finanzas, Wolfgang Schäuble; el gobernador Jens Weidmann y sobre todo la canciller Angela Merkel llevan cinco años cincelando la discutida gestión de la crisis del euro, que se ha saldado con la eurozona milagrosamente intacta (por ahora). Es curioso: ese asunto parece ya casi agua pasada en esos despachos, a los que ha tenido acceso EL PAÍS en una visita reciente organizada por Berlín. El centro neurálgico del poder en Alemania ya solo tiene ojos y oídos para la crisis de refugiados: Merkel, más líder que nunca en el continente y más contestada que nunca en su propia casa, intuye que su lugar en los libros de historia depende de cómo se resuelva ese asunto.

La canciller ha manejado de forma bien distinta el problema de los refugiados respecto de la crisis del euro. Donde antes pedía rigor, ahora habla de flexibilidad. Frente a aquél “¿Eurobonos? Por encima de mi cadáver”, ahora exige a los socios europeos que mutualicen los costes. Si en el pasado se la acusaba de ir “paso a paso”, compartimentando los problemas sin visión de conjunto, ahora se muestra como la líder europea con más altura de miras. Sabe que la crisis de refugiados está aquí para quedarse: Europa perderá decenas de millones de habitantes hasta 2050, según la ONU, mientras África duplicará su población en ese plazo. Todo eso está en el radar de Merkel, que maneja una novedosa combinación de visión geopolítica y realpolitik.

Las entrañas del poder de la Europa merkeliana se basaban en el arte de titubear como estrategia; en la primacía de la carrera política de la canciller, que escrutaba las encuestas antes de dar el mínimo paso, y, ante la duda, en poner la cultura alemana de la estabilidad por encima de todo. Esta crisis modifica esa receta. Los estragos de la cura de austeridad en Grecia se veían por televisión, pero los efectos de la llegada de refugiados se reflejan a diario en las calles alemanas: ese detalle explica parte del cambio que se observa en la canciller.

Merkel no tolera que el Este mire hacia otro lado mientras reclama ayuda para contener a Rusia. Ni que el Sur se muestre timorato cuando Berlín considera que ha roto un tabú tras otro para salvar a varios países periféricos. Es capaz de dejar de lado en su discurso el tradicional empacho de valores y el poder blando y asegurar que Europa también sabe moverse en función de sus más puros intereses, por ejemplo en Turquía. Y se enfrenta con las críticas en casa con la misma severidad que aplicaba a Grecia: “Si hay que disculparse por mostrar una cara amable, este no es mi país”.

“Alemania está decepcionada con Europa”

Berlín muestra cierta dureza ante la negativa del Este y la reticencia del Sur por mutualizar el coste de la llegada de refugiados. En privado, el malestar del Gobierno es evidente. Lo explican a este diario dos de los economistas de cabecera del país: el influyente Hans-Werner Sinn (Instituto IFO) apunta que Berlín "se ve obligada a resolver en solitario" esa crisis. "Esa soledad es decepcionante: los alemanes pagaron buena parte de la factura de los rescates y la implícita mutualización de deuda por parte del BCE".

Marcel Fratzscher, del DIW, dice que el modelo económico alemán "es ahora menos exitoso de lo que su fama indica"; "Alemania está entrando en una fase de debilidad", añade Sinn. "La idea de repartir cargas con los refugiados es similar a la de compartir responsabilidades que sirvió para atajar otros desafíos conjuntos", según Fratzscher.

La presión es máxima. No es solo que la oleada de refugiados vaya a cambiar profundamente Alemania durante décadas: es que algunos mantras ya han saltado por los aires. Entre ellos, el del equilibrio presupuestario. Wolfgang Schäuble insinúa que ni siquiera eso está garantizado. Los refugiados son ahora “la prioridad absoluta”, y Hacienda sugiere que está en el aire la promesa de no subir impuestos. “Las cuentas son claras: si no hay nuevos impuestos, o se renuncia al déficit cero o se recortan otros gastos, aunque eso no sea muy popular”, sostiene una relevante figura de las finanzas alemanas.

El malestar va en aumento. Las 800.000 entradas que se estimaban hace poco se han quedado obsoletas y algún informe anticipa 1,5 millones de refugiados este año. La inquietud de los democristianos va en aumento, en medio de la cuña que forman los xenófobos y los que acuden a las estaciones para recibir con flores a los recién llegados.

Las reformas que impulsó Gerhard Schröder le costaron el poder por atacar el generoso Estado de bienestar que defendían sus votantes socialdemócratas; ahora Merkel se enfrenta a una cuestión muy susceptible entre sus propias bases. ¿Es posible que termine como Schröder? “Es la primera vez que la canciller se anticipa a la opinión pública y va por delante de los acontecimientos, aunque aún estemos muy lejos de nuestros límites. Y, paradójicamente, es la primera vez que la gente amenaza con darle la espalda”, sentencia la analista Ulrike Guérot.

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Sobre la firma

Claudi Pérez
Director adjunto de EL PAÍS. Excorresponsal político y económico, exredactor jefe de política nacional, excorresponsal en Bruselas durante toda la crisis del euro y anteriormente especialista en asuntos económicos internacionales. Premio Salvador de Madariaga. Madrid, y antes Bruselas, y aún antes Barcelona.

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