Sesenta millones: los niños chinos dejados atrás
El crecimiento económico ha llevado a millones del campo a la ciudad, pero muchos inmigrantes se ven obligados a dejar a sus hijos en sus pueblos de origen
Xiu Jiaqi tiene cinco años, unas coletas muy largas y una sonrisa pícara. Aunque hoy está un poco más triste de lo normal. Su padre acaba de marcharse de peón, a construir carreteras. A su madre, que trabaja en Pekín, hace meses que no la ve: “Volverá cuando se acabe el trabajo”, cuenta. Ella se ha quedado al cuidado de sus abuelos y se lamenta de que no pueden ayudarla a hacer los deberes. Su profesora, Ping Xiaorong, lo explica: “Son analfabetos”.
Zhao Yicheng, de seis años, se sienta junto a Xiu. Dice que ella no verá a sus padres hasta el Año Nuevo chino, la única vez en todo el año. Entonces “me traerán regalos. Ropa de color rosa, mi preferido. Y jugaremos juntos. El escondite es lo que más me gusta”.
Las dos pequeñas forman parte de un fenómeno causado por el crecimiento económico en China. Desde 1995 más de 300 millones de personas se han trasladado del campo a la ciudad en busca de una vida mejor. Pero muchos de ellos han tenido que dejar a sus hijos en sus pueblos de origen, generalmente al cuidado de los abuelos. Son los niños “dejados atrás”: según la oficial Federación de Mujeres Chinas suman 61 millones, uno de cada cinco de los menores de todo el país.
En la aldea de Beikou, en Songjiazhuang, en la provincia de Hebei (norte de China) solo quedan 1.700 personas, de las 2.600 que vivían allá hace cuatro o cinco años. Las condiciones de vida son durísimas: al pie de la montaña, y cerca ya del desierto del Gobi, en invierno las temperaturas pueden llegar a 30 grados bajo cero. Las mayoría de las casas no tiene calefacción ni agua caliente. En algunas, las ventanas aún son de papel. La oferta laboral es limitada: o pastor o campesino. Y arrancar a la tierra la cosecha anual de cereales —mijo y maíz, sobre todo— cuesta mucho sudor.
“La gente que se marcha de aquí lo hace, sobre todo, por la educación de sus hijos”, explica la profesora Ping. “Aquí siempre tienen garantizado, mal que bien, un plato de comida. Pero la educación, no”. En Beikou solo se imparten un par de años en la escuela primaria; luego, los niños deben trasladarse a un pueblo mayor. Quienes deseen una formación mejor para sus hijos, y puedan permitírselo, deben enviarlos internos a un colegio privado en la cabeza de comarca. Eso cuesta dinero. Y los padres, cuenta Ping, emigran para conseguirlo.
El problema se ve agudizado por los requisitos del hukou, un permiso de residencia interno que se concede en el lugar de nacimiento y sin el cual los inmigrantes de las zonas rurales carecen de acceso a servicios básicos como la educación o la sanidad. Aunque los padres de Beikou se llevaran consigo a sus hijos a Pekín, no podrían escolarizarlos.
Ping tiene a su cuidado 40 niños, entre los dos años y los seis. El año pasado se ocupaba de 60, aunque 20 se han ido a la ciudad o han pasado a la educación primaria. Ella creó hace seis años, de manera completamente privada, la guardería del pueblo, Shibo, ante la falta de opciones donde dejar a su hijo, entonces de cuatro años. En sus clases, los pequeños aprenden mandarín, matemáticas y un poco de inglés que ella aprendió de forma autodidacta.
Aproximadamente la mitad de sus alumnos, asegura, son niños dejados atrás. “Se nota la diferencia”, cuenta. “Son más retraídos. Una niña el otro día se echó a llorar en clase porque echaba de menos a su padre… Académicamente también suelen ir un poco peor. Hay casos, como el de Xiu Jiaqi, en el que sus abuelos no saben leer ni escribir, y hay que prestarles un apoyo especial”.
Según un informe del proyecto benéfico Road to School, la ansiedad de los niños aumenta de manera exponencial si no pueden ver a sus padres durante más de tres meses. Pero un 15% de los niños dejados atrás solo ven a los suyos una vez al año; y 15 millones solo reciben una llamada telefónica cada tres meses. Son menores más susceptibles de padecer problemas psicológicos, sufrir abusos o caer en manos del crimen organizado.
Para paliarlo, el Gobierno chino se ha fijado el objetivo de formar a tres millones de trabajadores sociales para 2016, una profesión prácticamente desconocida en el país hasta ahora, apunta Tong Xiaojun, catedrática de Trabajo Social en el Instituto para la Juventud y la Adolescencia de China. Un programa piloto ha establecido una red de trabajadores locales en 120 zonas remotas de las cinco provincias más afectadas por el problema, aunque solamente llega a unos 250.000 menores, una cifra aún ínfima.
Otras ONG también tratan de fomentar la comunicación entre los niños dejados atrás y sus padres, y de convencer a las empresas para que faciliten horarios laborales y días de vacaciones más flexibles, explica Pia McRae, directora para China de Save The Children.
Padres infelices
Xu Yingxia, una limpiadora de casas de 41 años originaria de Anhui, en el sur del país, también alega la educación como gran factor para vivir separada de su hijo. El niño, de 11 años, está interno en Hefei, la capital de su provincia natal. “Podríamos tenerlo con nosotros en Pekín, pero para él no sería bueno. Para nosotros, lo principal es que reciba una buena educación y tenga oportunidades en la vida”.
Para los padres la separación también es dura, y algo que hacen porque sienten que no tienen alternativa. Un estudio de la consultora CCR CSR encuentra que un 80% de quienes han dejado atrás a sus hijos se sienten culpables. El 68% alega que no tiene tiempo para ocuparse de los niños; un 53% explica que carece de dinero para cubrir los gastos básicos. Un 30% se lamenta de que en la ciudad sus hijos no pueden tener acceso a una educación u otros servicios sociales adecuados.
Un 59% de estos padres se declara “carente de compromiso con su puesto de trabajo” debido a la separación familiar. Un 38% admite “errores frecuentes” por la preocupación que le generan sus hijos. Un 33% reconoce ser “infeliz y poco entusiasta”.
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