La negociación con las mafias: “Quiero ver al traficante”
La huida de Siria, desde Líbano, de una familia, un adolescente solo y un desertor del Ejército
“Vale. Vamos de camino”, se despide al teléfono Um Alí, una refugiada siria de 45 años. “¡Hamzi, olvídate de tu traficante, usaremos el nuestro. Recoged las mochilas que nos vamos a la plaza Basma ya!”. Los gritos de Um Alí se acompañan de un par de manotazos nerviosos. Ésta, en Turquía, es la segunda etapa de su viaje desde Líbano a Europa. Sus cuatro hijos y los dos jóvenes que se han unido a su familia —un adolescente que viajaba solo, Hamzi, y un desertor del Ejército de Bachar el Asad, Ayman— obedecen sin protestar. Dejan caer de golpe las manillas del futbolín de la estación de autobuses y suben a los taxis.
La plaza Basma, en pleno centro de la turística Esmirna (Turquía), se ha convertido en el mercadillo de los traficantes. Otros refugiados, cortos en recursos, trasnochan en parques y calles a la espera de recibir una transferencia que les permita continuar el viaje. Son las once de la noche y un centenar de personas se esparcen por las aceras de la plaza. A pocos metros, un furgón de policía parece ignorarlos.
“Estad atentos, el simsar [intermediario entre migrantes y traficantes] lleva una gorra blanca y negra”, dice Um Alí tras colgar. Al poco, dos jóvenes se plantan frente al grupo, estrechan manos y les instan a seguirlos. Mohammed, en la veintena, lleva el pelo excesivamente engominado. Asmar tiene 17 años y sus rasgos asiáticos le hacen parecer afgano. Ambos provienen de Alepo. Son refugiados que han encontrado trabajo en una red de traficantes haciendo de enlaces entre sus conciudadanos que sueñan con Europa y los mafiosos turcos cuyo negocio está acumulando ingentes cantidades de dinero. Asmar parece un hipster. Zapatillas Nike, vaqueros rotos, camiseta estampada con la bandera de Estados Unidos y una braga calada en la cabeza. Debe de estar en prácticas porque es Mohammed quien da las ordenes.
“Mañana saldréis en patera”
“Seguidme al hostal y allí hablamos”, manda Mohammed. El grupo se pone de nuevo en marcha cargando con el pequeño Hassan en brazos y, callejeando, llegan a un hostal cercano. Por primera vez en tres días, dormirán sobre un colchón y podrán ingerir queso con pan, la comida más sólida del viaje. También podrán darse la primera ducha, aunque no tienen mudas limpias con las que cambiarse, por lo que Hassan, que tiene 10 años, correteará por el hostal en calzoncillos.
“Mañana a las cinco de la tarde saldréis en palm [como se refieren en árabe a la patera] hacia Lesbos [Grecia]. Una vez paguéis, os llevaremos en coche al punto de partida. Os vendré a buscar a las diez de la mañana”, resume Mohammed. “Quiero ver al traficante”, exige nerviosa Um Alí. Mohammed intercambia un par de discretas llamadas. “Hoy no puede ser, normalmente no atiende en persona. Mañana veremos”, se despide.
El agotamiento se mezcla con la tensión acumulada y el llanto de Hassan, que está exhausto. Um Alí no se fía. “Son chavales, no podemos confiarles nuestras vidas”. Hamzi logra llamar a su madre por primera vez y Um Alí la reconforta asegurándole que cuida de él. Shames, ya en pijama, hace un selfie tras otro durante el viaje. Es ya una rutina, como si de unas vacaciones en familia se tratara. A sus 17 años, no pudo graduarse del módulo de cosmética debido a la guerra. Quiere terminarlo en Alemania. Alí quiere hacer ingeniería civil. Hassan prefiere ser futbolista. La frágil Nur no tiene nada claro aún.
“¿Qué hago?”
Um Alí no ha pegado ojo durante la noche. Enchufada a un pitillo, espera inquieta a los intermediarios, que llegan puntualmente. “Quieren llevarnos a un piso franco. Tengo dos hijas, no me fío de lo que les puedan hacer. ¿Qué hago?”, dice en la privacidad del cuarto. Los mediadores logran convencerles de trasladar las mochilas al piso franco antes de proseguir con la logística.
De nuevo en marcha, los siete miembros arrastran sus cuerpos y mochilas por las calles de Esmirna hasta un piso con solo dos habitaciones. Varios intermediaros descansan aferrados a una pipa de agua en una atmósfera saturada de humo y sudor. Todo ocurre en las inmediaciones de Basma. Las negociaciones prosiguen con los simsares. Estos rechazan revelar las coordenadas del punto de partida. Um Alí se niega a viajar de noche. Quiere hacerlo a plena luz del sol. Insiste en encontrarse con el traficante y, tras varias idas y venidas al teléfono, este acepta.
De vuelta a Basma, aparece el traficante, que se inserta en una red mucho más amplia dirigida por turcos en Estambul. El sirio Hassan Abu el Nur tiene 35 años. Luce un poblado bigote al estilo turco y se mueve sigilosamente. Viste vaqueros y camiseta blanca. Hace dos años que dejó Alepo huyendo de la guerra. Allí era conductor de camiones. Escaló en el organigrama de la mafia pasando de intermediario a traficante a cargo de migrantes sirios.
“Señora, son 1.100 euros por persona. Sus pequeños pagan un solo billete entre los dos. El trayecto a las islas griegas no pasará de los 50 minutos”, intenta tranquilizarla Abu el Nur. A Hamzi no le queda dinero. Tras media hora de negociación y llamadas del traficante, logra un descuento de 80 euros. Desconfiada, Um Alí rehúsa hacer el pago en mano, así que recurrirán a los servicios de una oficina de seguros, otro eslabón que parasita la magra economía de los refugiados en el floreciente negocio.
Un centenar de migrantes aguarda su turno en una cochambrosa sala ante las ventanillas donde atienden en árabe. Esta oficina cobra 45 euros de comisión por persona. Tras depositar el monto del pasaje en patera reciben un código. Una vez a salvo en tierras griegas, proveerán el código que permitirá al traficante desbloquear el depósito y embolsarse los 6.600 euros de los pasajes del grupo.
Mohammed ayuda a Hamzi, con los pantalones medio bajados, a desprender una bolsa cosida en un remiendo del interior donde esconde el dinero. Toda la familia del joven ha puesto su granito de arena con la esperanza de que el menor logre llegar a Alemania y más tarde pueda llevarles a ellos. Um Alí saca una bolsa de entre sus pechos y cuenta el dinero. Como si de un negocio formal se tratara, una mano extiende un recibo desde la ventanilla. Ya no hay marcha atrás, esta misma noche partirán en patera a las islas griegas.
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