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CARTAS DE CUÉVANO
Tribuna
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Sismo en sí mismo

A las 7:19 de esa mañana, la vieja casa de mis padres empezó a sacudirse como si fuera escenografía de película en blanco y negro. Era 1985

A las 7:19 de esa mañana, la vieja casa de mis padres empezó a sacudirse como si fuera escenografía de película en blanco y negro. Mi papá salió desnudo del baño, enjabonada la cabeza y bromeando que nos saliéramos a la calle para ver si así lo veía por fin encuerado una vecina de enfrente que había sido en su época una diva del cine nacional. En un mundo sin teléfonos celulares dependíamos de la telegrafía emocional sin hilos para saber qué era de uno o de los otros entre puerto y puerto de quehaceres cotidianos, pero a los dos o tres minutos del sismo no había líneas telefónicas que nos pudieran tranquilizar. Durante la primera hora de aquel jueves 19 me llamaba la atención que muchas personas evocaban el temblor pasado, al tiempo que se esparcían de oídas tragedias instantáneas y se hablaba de todos los edificios caídos del centro, sin que nadie pudiera decir que le constaba haberlos visto caer. Cada uno en cada cual empezaba a entretejer la memoria de qué hacer, a quién buscar y la intuición práctica de plantearse a dónde ir.

Empezó a fundirse en el aire el sonido de todas las sirenas posibles y el olor a gas. Creo que fue la primera vez que escuché en México el canto de una sirena a la europea, de las que sólo se escuchaban en las películas y conforme avanzó el día, predominó el de los aullidos, la sirena chillona que a cada calle se iba abriendo paso por el casi inmediato crucigrama heroico de jóvenes con paliacates, señores con franelas y señoras, muchas señoras, que una vez aseguradas las estructuras de sus casas se salieron a las calles más inmediatas a su hogar a colaborar en el orden de todos los coches, todas las ambulancias y algunas patrullas que circulaban en realidad sin rumbo fijo, e incluso quizá sin radio que guiará los destinos. De todo ello, se llenaba la saliva de quienes ya empezaban a usar la palabra solidaridad (que en verdad, hasta ese día se usaba tan poco) y que, pocos años después se habría de convertir hasta en eslogan de un gobierno que intentó apropiarse de eso que se transpira entre la llamada sociedad civil sin más comandantes que las voces que se unen para escuchar a la voz que suene más sensata, todos los brazos en cadena para cargar en fila piedras y escombros o cajas de queso y cobijas.

Recuerdo a por lo menos dos coches que circulaban en sentido contrario sobre el Periférico y pensaba que todo el mundo quería ir como enjambre de abejas a la zona de la polvareda y la destrucción, mientras yo me dirigía a una universidad en el Sur, rodeada de jardines y todos los jóvenes en flor, llorando, abrazados en medio de un ánimo generalizado de no saber qué hacer (sabiendo que todos en pocas horas estaríamos enrolados en centros de acopio, brigadas de rescate, cruceros de tráfico) ni cómo movilizarnos (sabiendo que ya había por lo menos un Volkswagen rojo que se llenó de pañales, agua potable, latas de sardinas y tortas hechas en serie para llevarlas ese mismo día a la colonia Roma).

El olor a gas ya obligaba a muchos a cubrirse la cara con paliacates y pañuelos, de manera que se veían muchas caras pero pocos rostros. Había gente por todos lados, pero apenas se reconocían pocas personas entre todas las jaurías, y de hecho, en un momento de distracción escuché de pronto el alboroto que levantó mi novia: estaba cacheteando y gritándole ratero a uno de los muchos-pocos-quiénsabecuántos que andaba vendiendo las tortas que nosotros mismos habíamos llevado para regalar entre damnificados y rescatistas. No hubo necesidad de que nadie la ayudara e iniciar el proceso de justicia ciudadana que se volvía funcional entre todos, y que luego, pero muy luego, recaía en manos de uniformados. Sería mentir si no dijera que también hubo policías de azul pitufo, o azul marino de las bancarias, así como zardos de verde olivo que se integraron a las líneas de alivio: en el estadio de beisbol que se improvisó como morgue, fueron los mismos soldados los que acorralaron a una banda de malvivientes que llevaban ya horas robándole relojes a los cadáveres que se apilaban sin nombre y con biografías aún anónimas allí donde Babe Ruth había bateado el último jonrón de su vida.

En uno de los viajes a la Roma, cargados con bidones de agua potable, galletas saladas y latería de atún, mi novia y yo intentábamos estacionar el vocho rojo y por azar se sintonizó en la radio una voz apenas audible que hablaba de los edificios caídos de Tlatelolco y alguien que se nos acercó comentaba indignado que el gobierno había declarado al mundo que México no necesitaba ayuda. El gazapo real o inventado fue luego revertido y al día siguiente empezaban a llegar aviones de todo el mundo con perros suizos amaestrados para rastrear como topos entre los escombros de edificios, mantas y cobijas de todos los colores y cajas interminables de queso amarillo que venían de quién sabe cuántos cuarteles norteamericanos. Consta que en el aeropuerto se vieron escenas imposibles donde soldados soviéticos hacían la misma fila con soldados norteamericanos, brazo con brazo con soldados cubanos o milicianos de todas las ideologías descargando inmensos aviones. Días después, localizados muchos de mis antiguos compañeros de la Preparatoria y en cuadrillas que se formaron en las dos universidades donde yo estudiaba se nos ocurrió ir a ayudar al Aeropuerto y no parábamos de llorar con tan sólo leer los mensajes anónimos de ánimo, los ¡Viva México! y los nombres de mexicanos que habían escrito quién sabe qué personas, desde quién sabe qué países, en las cajas del alivio.

Conforme avanzó la tarde se repetían las noticias ya confirmadas del tamaño del desastre, el sonido de las sirenas y el olor a polvo con gas, pero también las sombras de zonas enteras de la ciudad que se habían quedado sin luz eléctrica. Había casas donde no prendían velas por miedo a estallar los tanques de gas y calles enteras donde las familias acampaban afuera de sus casas por el pavor que causaban los rumores de que vendría otro temblor, y otros que decían terremoto y me llamaba la atención que sólo algunos decían sismo, que sismo se volvió después como el título oficial del recuento, pero que en medio del fragor de tanta confusión se hablaba del temblor y de sus réplicas, del temblor y del Otro que vendría quién sabe a qué hora.

Al menos entre mis amigos, la preocupación se volvió propósito: sentíamos ya tener edad como para asegurar que los familiares se quedaran en casa mientras nosotros hacíamos rondas en vochos rojos y de todos los colores posibles en pos de ayudar allí donde se veían luces de cinematógrafo al pie de los hospitales caídos, los edificios en harapos, los suizos con sus perros, los topos humanos que se metían en recovecos como buzos en medio de un silencio instantáneo en cuanto alguien gritaba que parecía que alguien rascaba una piedra desde ultratumba, el eco del llanto de un bebé sumergido en una placenta de concreto, el olor a orines de todo un piso burocrático que quedóapilado como tortillas recién salidas del nixtamal. Cal y masa, polvaredas y esa bizarra costumbre de que alguien ya había inventado el primer chiste.

El edificio Chihuahua en Tlatelolco estaba recostado como sobre su lomo y a sus pies vimos una fila ordenadísima de voluntarios, sobrevivientes, familiares y mirones que cumplían religiosamente el mecanismo de golpear sobre una piedra o pedazo de cantera, gritando “¿hay alguien allí?” y esperar en riguroso silencio hasta que alguien, al final de la fila creía escuchar el rumor de una vida y entonces sí, todo se volvía trajín y ruido, todas las hormigas hacia el punto exacto donde se empezaba a cavar piedra por piedra para intentar sacar a alguien de la muerte… y los idénticos aplausos en el hospital donde salieron uno por uno los recién nacidos de un cunero, protegidos quizá por las encubadoras como pequeñas naves espaciales o por la mismísima Virgen de Guadalupe que aparecía por todos lados, en cuadros que la gente sacaba a las ventanas o en calcomanías de los taxistas que dejaron de cobrar los viajes o en los tatuajes de quienes se entendían a señas con rescatistas alemanes que llevaban rebaños amaestrados de perros pastores con bozal (y que no faltó el chisme de que a uno ya se lo habían secuestrado para cruzarlo con perras de Iztapalapa en un autóctono afán por mejorar la raza de todos los canes callejeros).

A muchos se nos olvidan los detalles, las horas exactas, el día preciso en que vimos a Plácido Domingo en Tlatelolco, con la cara desencajada, la barba de Otelo y los ojos llorosos. A muchos se les olvida que por encima de todo desahucio, prevalecía una suerte de desconocida hermandad; efectivamente, se veía a uniformados que parecían aprovecharse de su uniforme y se veían rateros corriendo como ratas con lámparas destartaladas, señoras enloquecidas que lloraban a solas sin limpiarse las lágrimas y todos, si no es que muchos, que no hallábamos agua para bañarnos y traíamos encima la misma ropa con la que habíamos amanecido ese jueves 19, cuando ya era viernes 20 en la noche y llegó la réplica más esperada, la que no sólo daba una sacudida de espanto sino la confirmación con tan pocas horas encima de que, en verdad, todo, absolutamente todo se podía venir abajo en un minuto.

De minutos que se volvieron horas y de horas que se vivieron como días viene quizá la única explicación de que muchos dormimos hasta la tarde del sábado 20, habiendo amanecido antes del sismo de las 7: 19, salvando a mi padre por hacerlo llegar tarde a un desayuno donde se desplomó casi entero el edificio donde trabajaba, allí en el cruce del Paseo de la Reforma y la Avenida de los Insurgentes y que, por ende, mi padre vivió todas las vidas en todas las horas de la siguiente semana apostado al pie de lo que había sido su oficina con la ilusión de que alguien rescatara con vida a alguien más, que aparecieran cosas que guardaba en su escritorio como tesoro en un barco ya hundido y como testigo constante de todo lo que pasaba por ese crucero nodal de la Ciudad de México. De allí hacia el centro veía pasar y venir a los testigos que aseguraban que los viejos edificios coloniales no habían sufrido ni cuarteaduras, por allí avanzaban improvisadas peregrinaciones a la Villa de Guadalupe e iban y venían las interminables cuadrillas de hombres con cascos, rescatistas con más reatas que un alpinista y todos hablaban de que se habían caído los edificios de la época del Desarrollo Estabilizador, la utopía mexicana de mediados del siglo XX, la que originó el insólito optimismo que motivó que no pocos empresarios y quizá todos los políticos soñaran con pedir para México la celebración de las Olimpiadas del ’68 y el Mundial del ’70… Desestabilizada ensoñación que terminó con un baño de sangre en Tlatelolco a diez días de que se inauguraran los mal llamados Juegos de la Paz en plena guerra de Vietnam y en ese minuto que veía a mi padre, parado entre Reforma e Insurgentes, como irónicos nombres de un verso tallado en piedra de polvo que olía a gas, derrumbadas quien sabe cuántas gráficas y ecuaciones de los Chicago Boys que ventilaban una vez más otro milagro mexicano, otra vez al filo de maquillar a todo el país para otro Mundial de Futbol.

Mi padre llorando en el cruce de Reforma e Insurgentes; mi madre, mi hermana, mis amigos y todo desconocido reconocido en labores de auxilio, en cadenas de radio-aficionados que hilaban la noticia a todas partes del mundo de quiénes estaban bien y de quiénes no se sabía aún nada. Los periodistas llorando sobre una máquina de escribir a las afueras de que lo había sido la redacción de sus periódicos, las paredes donde apostaban los nombres de los desaparecidos, las listas de los muertos, las muchas mentiras, la contundente verdad de quien ayuda sin preguntar absolutamente nada, el anónimo que quedó atrapado a escasos metros de una moribunda que estuvo a punto de sacar de entre los escombros, los camiones de cascajo, las escobas por todos lados, el mareo que te engaña como temblor… el recuerdo intacto así pasen las décadas de un bombardeo, de la sacudida de la Tierra en tierra de tezontle rojo sangre, a pie de volcanes humeantes donde el testigo tiene la obligación de recordarle al recién nacido todo aquello que aún no le ha tocado vivir, así se haga tarde para llegar a un desayuno por intentar orientar al desvelado lector insaciable que pretende algún día sentirse escritor.

Muchos de los amigos que no pude encontrar durante las primeras semanas posteriores al desastre me han perdonado no haber tenido tiempo ni maneras de encontrarlos el mero día y la mayoría de los compañeros de universidades y amigos de toda la vida con los que anduve de aquí para allá en comandos de alivio persisten hasta el día de hoy en un callado afán constante por ayudar a todo aquél que lo necesite: la memoria constante de que aquí todos los muertos siguen vivos, que llevamos todos los pretéritos envueltos en la memoria, aunque parezca entonces imposible explicar en otros idiomas, que parece que aquí no ha pasado nada; la voluntad inquebrantable de alzarnos por encima de todo uniformado para que algo, cualquiera cosa, funcione en un orden que se concierta entre todos y la indescriptible belleza callada de la mujer que carga a un huérfano como si lo acabara de parir, el abrazo que se dan dos albañiles que acaban de mover un muro de dos toneladas para que pase el aire o el enrevesado milagro de que somos entre muchas cosas –buenas o malas—capaces de levantarnos de cualquier, si no es que de toda, caída.

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