Antisemitismo
Como patología social, el antisemitismo es un muestreo estadístico del abuso: violenta a algunos, pero victimiza a todos
El antisemitismo no es solo un problema de los judíos, lo es de la sociedad en su conjunto. En el formato de ayer—transparente y brutal—o en la versión de hoy—más sutil—es siempre una patología social, un muestreo estadístico del abuso: violenta a algunos, muy visibles, pero en realidad victimiza a todos. Es una ventana que muestra las dificultades de toda sociedad en definir y hacer cumplir derechos. Cuando se violan los derechos de una minoría, terminan violándose los de muchos otros.
En sentido histórico, el antisemitismo ha sido vehículo de la disolución de la democracia y el Estado de derecho, nada menos. Más allá de aquellas notorias tragedias europeas, también es necesario el análisis del antisemitismo en las zonas grises, tenues y a veces imperceptibles de hoy. Ofrecen más para pensar. El reciente episodio del festival de reggae Rototom de Benicàssim, en las afueras de Valencia, es por ello de texto.
Los organizadores del festival, auto definido por la paz y la no violencia, invitaron al cantante estadounidense Matisyahu, pero a condición de que se pronunciara públicamente “contra el sionismo y a favor de un Estado Palestino”. Ante su negativa a hacerlo, por la simple razón de no mezclar el arte con la política, la invitación le fue revocada.
Lo mejor que pueden hacer aquellos que honestamente apoyan la causa palestina es abandonar la crítica al sionismo
A un mínimo, los organizadores perdieron de vista que el fundamental derecho a la libertad de expresión, garantizado en la propia Constitución española, incluye el derecho a elegir cuándo hablar tanto como cuándo permanecer en silencio. A un máximo, también incurrieron en la flagrante ofensa de discriminación antisemita, ya que a ningún otro artista le fue exigido similar pronunciamiento. Ocurre que Matisyahu es judío.
Además de la discriminación de individualizar a una persona por su religión, la invalidación del sionismo hace las veces de una sutil y pacífica, pero no menos corrosiva, forma adicional de antisemitismo. El sionismo es un movimiento político nacido a fines del siglo XIX y basado en el principio que el pueblo judío, en una diáspora milenaria, es merecedor de su propio Estado, el cual se estableció en 1948. Como tal, expresa una ideología esencialmente nacionalista, no muy diferente a la que expresan varios secesionismos europeos de la actualidad.
En sociedades democráticas se puede cuestionar la constitucionalidad, la conveniencia o la viabilidad institucional de un nuevo Estado; por ejemplo, el escocés o el catalán, en la actual discusión europea. Cuestionar el sentimiento nacionalista, es decir, el deseo de un pueblo a tener su propio Estado—su propio hogar, en la metáfora de una comunidad imaginada—es deslegitimar una identidad; una discriminación equivalente al antisemitismo. En el caso de la crítica al sionismo, dicha operación intelectual además implica desconocer la realidad, es decir, negar la existencia de lo que ya existe, el Estado de Israel, o peor aún, proponer su eliminación.
Muy diferente es la crítica que se le pueda formular a ese Estado en la figura de su gobierno y sus políticas: exterior, migratoria, demográfica, militar, o la que sea. Allí hay para criticar, por cierto, empezando por las eternas dilaciones en la creación del Estado Palestino, sobre todo entre los partidos de derecha, la incesante proliferación de asentamientos en los territorios ocupados, las reiteradas demoliciones de viviendas de palestinos y la desproporcionada respuesta ante cualquier ataque de grupos armados no estatales.
Cuando se violan los derechos de una minoría, terminan violándose los de muchos otros
Esta distinción es crucial porque, como contraparte, ante la descalificación del sionismo habitualmente surge el aprovechamiento por parte del gobierno de Netanyahu, que caracteriza toda crítica como una amenaza antisemita. Algo de razón tiene, de hecho, si esas críticas están empaquetadas en envoltorio anti sionista, lo cual al mismo tiempo le resulta útil para neutralizarlas. Es el juego perverso de conveniencia política entre dos extremos que se reifican mutuamente.
Lo mejor que pueden hacer aquellos que honestamente apoyan la causa palestina es abandonar la crítica al sionismo, tomar conciencia del antisemitismo que ello conlleva y concentrarse en los temas, las políticas concretas. De otro modo también se privan de ser escuchados por aquellos que son parte de un vibrante debate dentro del propio Israel. Solo les alcanzaría con contrastar los editoriales conservadores de The Jerusalem Post con los de Haaretz para tener una idea de la agenda de los pacifistas, la izquierda y varios grupos progresistas de la sociedad civil en favor de un Estado Palestino.
Volviendo al reggae de Benicàssim, el final de aquella historia es que Izquierda Unida y Podemos apoyaron la exclusión del cantante. No sorprende, si se tiene en cuenta que Podemos ha rechazado repetidamente “el régimen del 78”, el diseño constitucional que, entre otros, protege los derechos individuales y penaliza la discriminación. El resto del abanico político hizo filas en apoyo a Matisyahu, al igual que amplios sectores de la sociedad civil, los intelectuales y los medios de comunicación, incluyendo este periódico. Tal reacción obligó a los organizadores a volver a invitar al cantante, esta vez sin condicionamientos políticos ni discriminación.
Y además le pidieron perdón. Es la excelsa belleza de una sociedad democrática, la única capaz de volver sobre sus pasos y reescribir su propia historia, incluidos los capítulos más viejos y más trágicos. Las otras…las otras están condenadas a la repetición.
Twitter @hectorschamis
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.