El alcalde integrador
Ahmed Aboutaleb, regidor de Róterdam, es un musulmán que aboga por impedir el regreso de los yihadistas por irrecuperables
Una de las mayores virtudes de Ahmed Aboutaleb, alcalde socialdemócrata de Róterdam desde 2009, es que no cambia en las distancias cortas. Ingeniero electrónico de formación, periodista y luego político, mantiene la misma calma y modales exquisitos fuera de foco. De 53 años, emigró a Holanda desde Marruecos a los 15, y su amor por la poesía ha facilitado el aprendizaje de una lengua desconocida cuando su padre, un imán, reunificó a su familia en 1976. Maneja el holandés con mayor soltura que muchos de sus conciudadanos autóctonos, y su carrera ha sido fulgurante.
“Siempre me ha gustado saber cosas”, suele contestar cuando recibe cumplidos. Habla bien y no recurre a los latiguillos propios de los políticos. Ya se notaba en 2004, cuando irrumpió como concejal en el Ayuntamiento de Ámsterdam. Su habilidad siguió percibiéndose en 2007, al ser nombrado secretario de Estado de Asuntos Sociales, y animó a los imames a dirigirse a sus fieles en holandés. Un consejo oportuno entonces, que se ha vuelto imperativo a causa de la radicalización de algunos grupos islamistas. Aboutaleb, creyente suní, rige hoy una ciudad dominada por el mayor puerto europeo, donde conviven 170 nacionalidades y un 13% de sus casi 625.000 habitantes es musulmán. Y habla más que nunca. La diferencia es que ahora sus palabras tienen eco internacional y le han llevado hasta la Casa Blanca.
“Nombrar un problema es el primer paso hacia su resolución”, dijo, en febrero pasado, durante la cumbre organizada por el presidente Barack Obama para abordar el extremismo islamista. Aboutaleb, con doble pasaporte, marroquí y holandés, sabía que mencionar la religión es complicado en Estados Unidos. Pero fue directo al grano. Mientras Obama aseguraba que “América no está en guerra con el islam, sino con aquellos que lo violentan”, él abogó por “acometer el problema de los radicales desde dentro”. “Si decir esto como musulmán resulta chocante, lo cierto es que esta comunidad debe averiguar por qué tiene miembros capaces de legitimar el asesinato. Aunque duela, es preciso hablarlo”, afirmó.
Solo un mes antes, y con la herida del atentado contra la sede del semanario satírico galo Charlie Hebdo abierta, había mandado al infierno a los pistoleros. “Me llamo Ahmed Aboutaleb, soy alcalde de Róterdam y ‘Yo soy Charlie”, dijo, en un perfecto francés. El mejor homenaje a los 12 fallecidos en la redacción de la revista. Su opinión sobre los yihadistas le valió, sin embargo, un respingo oficial antes de la tragedia parisiense. En noviembre de 2014 contradijo al Gobierno holandés de centroizquierda en sus intentos de evitar los viajes de los radicales a Siria o Irak. “¿Quieren irse porque nuestra sociedad les parece depravada? Que se vayan y no vuelvan”, afirmó. Sus propios vecinos musulmanes le reprocharon tan duras palabras, pero en realidad trataba de desmontar el mito de la guerra santa, de la yihad. “Soy tan buen musulmán como el que más, y la religión forma parte de mi intimidad. Las leyes y los valores de esta sociedad se respetan, y al que no le guste, que se marche”, replicó sin pestañear.
“Nombrar un problema es el primer paso hacia su resolución”, dijo para abordar el extremismo islamista
Su firmeza y su presencia en la vida nacional —acaba de ser elegido el político más popular— vienen de lejos. En 2004, Mohamed Bouyeri, el holandés de origen marroquí que asesinó al cineasta Theo van Gogh (sobrino nieto del pintor) por criticar el islam, señaló entre sus objetivos al político. Aboutaleb era entonces concejal en Ámsterdam y pisó el acelerador. La recorrió entera pidiendo calma al colectivo inmigrante. Con igual fuerza, advirtió a los simpatizantes del asesino de que podían “hacer las maletas; aquí no encajan”. Al Gobierno de centroderecha del momento, en fin, le reprochó “haber abandonado a la capital en semejante trance”. Su franqueza obligó a ponerle escolta, porque los radicales le consideraron un hereje que separaba la Iglesia del Estado. Fue un tiempo oscuro para su familia, a la que prefiere alejar de la publicidad.
Originario de Beni Sidel, una localidad del Rif (norte de Marruecos), la infancia y primera adolescencia de Aboutaleb ha desempeñado un papel esencial en su actitud posterior. En 2008, poco antes de acceder al Ayuntamiento de Róterdam, recordó que en su tierra “no había nada cuando yo era pequeño”. Creció entre cabras y mulas, sin agua corriente ni electricidad, y como su padre emigró primero, ayudó a su madre a cuidar a sus otros seis hermanos. “No idealizo mi infancia. Sé lo que dejé atrás, y quería agarrar con fuerza las oportunidades que me ofrecía Holanda”, cuenta cuando rememora su llegada. Aunque declaraciones de esta índole le convierten en el paradigma del inmigrante (musulmán) integrado, huye del encasillamiento. La polémica del velo es un buen ejemplo. Su madre aprendió a leer y escribir en 1995, ya en suelo holandés, y lo lleva puesto. Su esposa, Khaddouj, que creció en Tánger, estudió Pedagogía y trabaja con enfermos psiquiátricos, no lo usa. Tampoco sus tres hijas, de edades comprendidas entre 9 y 28 años (tiene, asimismo, un hijo de 26).
No se trata solo de un asunto privado. Su postura contraria al burka es tajante. Si una mujer quiere taparse entera y dice que no encuentra trabajo, propone quitarle el subsidio de desempleo. Asegura que “comprenderá enseguida que no puede vivir de ese modo en nuestra sociedad”. Por el contrario, que las feministas, o cualquier movimiento, pretendan etiquetar de imposición el uso de velos que dejen el rostro libre le parece un exceso.
Si una mujer quiere usar el burka y dice que no encuentra trabajo, propone quitarle el subsidio de desempleo
Ahora bien, si las chicas musulmanas admiten que se lo ponen “para que los chicos de su comunidad las respeten”, entonces hay que abrirles los ojos. “¿Qué clase de parejas os rodean?”, preguntó a un grupo de jovencitas en una de sus frecuentes charlas públicas. Porque Aboutaleb patea Róterdam en busca de vecinos que le cuenten sus problemas. Especialmente los viernes, cuando se enfunda ropa deportiva y pasea de incógnito. Su padre trabajó limpiando estaciones y luego en un hotel. Un recorrido que le acerca a sus conciudadanos inmigrantes, sobre todo, de primera generación.
Los hijos y nietos de estos interlocutores que saluda callejeando son los nuevos holandeses de las estadísticas oficiales, y siempre dice que su futuro depende de la educación. Mas tampoco aquí aplica la corrección política. En otro de sus encuentros periódicos denunció que llamarse Abdul o Alí sigue siendo la ruta más rápida hacia la discriminación laboral en Holanda. Incluso en igualdad de condiciones y con títulos de enseñanza superior. Eso sí, cuando Mohamed Enait, un abogado nacido en Surinam (antigua colonia holandesa en el Caribe) y musulmán ortodoxo, se negó a levantarse ante el juez, puso el grito en el cielo. “El daño que hizo a los inmigrantes deseosos de progresar es enorme”, lamentó Aboutaleb.
Su biografía oficial cita su pasión por la obra de Adonis, el poeta y ensayista sirio en lengua árabe al que ha traducido al holandés. Cuando accedió a la alcaldía, le llovieron a partes iguales críticas y halagos por ser el primer alcalde musulmán del país. Su mensaje favorito le aventuraba un futuro insólito. “Suponemos que lo siguiente será ser reina” (en 2009, Beatriz de Holanda era la soberana), rezaba la nota. “Reina, me encanta”, comentó.
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