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Columna
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¿Qué recordaremos antes de olvidar?

El alzhéimer como enfermedad irreductible a los héroes y a las ilusiones que la modernidad nos ha legado

Eliane Brum

Chris Graham tiene 39 años y padece alzhéimer. Exmilitar, casado, con tres hijos, heredó la mutación genética que causa un tipo raro de demencia, conocido como "alzhéimer familiar". Su padre murió de la enfermedad a los 42 años. Su hermano, Tony, tiene 43 años, está internado en una institución y ya no consigue hablar ni alimentarse por sí mismo. Otros familiares ya murieron, todos alrededor de los 40 años. A Chris, que ya empieza a tener pequeños fallos de memoria, lo dieron de baja del ejército en enero, tras 23 años de servicio. En seguida fue noticia en la prensa británica, con repercusión internacional: anunció que partiría este mes de abril a una aventura en bicicleta de 26.000 kilómetros, por la costa de Canadá y Estados Unidos, en un intento de cambiar la percepción que el mundo tiene del alzhéimer. En la campaña “Dementia Adventure – The Long Cycle Around”, él recauda dinero para la investigación de una cura para la enfermedad que puede beneficiar a las generaciones futuras, lo que puede incluir a sus propios hijos. Al explicar por qué decidió afrontar lo que él llama "el viaje de mi vida", cuya duración prevista es de un año, Chris bromea: "No dejaré que algo pequeño, como la demencia, se interponga en mi camino".

En sus propias palabras, Chris Graham lleva consigo en su empresa "una bicicleta, sentido del humor y la buena y vieja determinación británica". En la lógica de la "guerra contra la enfermedad", explica: "Para mí, es sencillo: es necesario atacar directamente al enemigo, por eso quiero ayudar a apoyar las investigaciones". Incluso el primer ministro, David Cameron, elogió su "garra y determinación fuera de lo común". Chris Graham se convirtió, en más de una declaración y reportaje, en una "inspiración". Entre sus donantes, la palabra "épico" aparece como adjetivo para el desafío. Entre las decenas de definiciones, destaca una: "héroe".

En este punto es donde el surgimiento de Chris Graham y su osada aventura me inquietan. El alzhéimer, una enfermedad que hasta entonces se mostraba irreductible a héroes, parece contar ahora con uno. ¿Pero cuál es el viaje más profundo de Chris, mucho más allá del kilometraje en una bicicleta por la costa de dos países en otro continente? ¿Y qué dice acerca de esta época?

En general, el alzhéimer, que causa cerca de un 70% de los casos de demencia, está relacionado con el envejecimiento. La posibilidad mucho más rara de que aparezca en personas entre los 30 y los 50 años, como Chris Graham y parte de su familia, se dio a conocer a partir de la hermosa película Siempre Alice, aún en cartel en los cines, que le dio a Juliane Moore el Óscar de mejor actriz en 2015. La película se basa en el libro homónimo escrito por Lisa Genova, PhD en neurociencia por la Universidad de Harvard. En la historia, Alice Howland, una célebre profesora de lingüística, conferenciante y autora de obras de referencia en su área de investigación, descubre la enfermedad poco después de cumplir 50 años. La había heredado de su padre y, antes de que pudiese sentir rabia de aquella distante y confusa figura paterna, cuyo alcoholismo había enmascarado la demencia, descubrió que ella también se la había legado al menos a uno de sus propios hijos. Las palabras, para Alice, que vivía de ellas, se van convirtiendo rápidamente en una paleta de colores que ella ya no consigue alcanzar.

En Siempre Alice, en cierto momento hay un diálogo revelador entre la protagonista y su hija más joven, que resume de manera muy precisa lo que es la enfermedad en la percepción de quien está en el momento más brutal, aquel que se da cuenta de lo que está perdiendo apenas porque aún no lo ha perdido todo. La hija le pregunta cuál es la sensación de tener alzhéimer. Y ella responde:

"Sé que no estoy confusa ni repitiéndome en este momento; pero, minutos atrás, no conseguí acordarme de la palabra cream cheese y estaba resultándome difícil seguir la conversación entre tú y tu padre. Sé que es solo cuestión de tiempo antes de que esas cosas vuelvan a ocurrir, y el intervalo entre esos episodios se está haciendo más corto. Y las cosas que suceden se están volviendo cada vez mayores. (...) No confío en mí misma. (...) Sé lo que estoy buscando, pero mi cerebro no consigue llegar allá. Es como si decidieses que querías aquel vaso de agua, pero tu mano se negase a agarrarlo. Se lo pides con delicadeza, la amenazas, pero ella no se mueve. Por último, puede ser consigas hacer que se mueva, pero entonces ella agarra el salero, o derriba el vaso y derrama toda el agua sobre la mesa".

Para Chris Graham, a los 39 años, la cuestión crucial del alzhéimer parece ser la de crear una memoria para que el mundo pueda recordarlo

La tragedia del alzhéimer o de cualquier otra demencia es la desaparición de sí. Al matar a las células del cerebro, la enfermedad asesina la memoria hasta el punto de que aquel que es ya no se acuerde de quién es. Y, así, deja de ser. Poco a poco, o a veces de forma acelerada, la persona pasa a ya no reconocer a sus hijos, al hombre o a la mujer que ama o amó, la casa donde vivió, los objetos que cuentan su historia, las palabras de su alfabeto, el mapa de la geografía cotidiana. Sin memoria no somos nada más que un envoltorio de carne que no se reconoce a sí mismo. Los enfermos de alzhéimer, en fase avanzada, son vistos como aquellos que respiran pero no existen. Entre las tantas brutalidades al acecho de un cuerpo mortal, tal vez la de que ese cuerpo insista en vivir cuando hace tanto tiempo que fue deshabitado, ese cuerpo como una casa abandonada y vacía, desvestida de muebles y de recuerdos, sea la perspectiva más aterradora.

Pero, al descubrir la enfermedad a los 34 años, Chris Graham trae otros dilemas al escenario al que ha subido. En ellos, parece desvestirnos, a nosotros, como personas de esta época, en más de un sentido. Si para los ancianos que descubren que tienen alzhéimer la amenaza más grande es olvidarse de quiénes son, olvidarse de sus logros y de lo que los constituyó, para Chris la cuestión parece ser otra, al menos por lo que se puede desprender de sus entrevistas públicas. Para Chris, la cuestión, todavía, es crear una memoria. En una de las escenas de Siempre Alice, cuando ella visita una casa que alberga a personas con varios tipos de demencia, en busca de un lugar en un futuro peligrosamente cercano, la empleada señala a un anciano que da pasos vagos con un andador y dice: "Este es fulano. Formó parte del equipo que mandó el primer satélite al espacio". Para Chris, la cuestión parece ser que él aún necesita mandar su satélite al espacio antes de olvidarse de que lo hizo.

A los 34 años, si usted no tiene un talento muy por encima de la media o es especialmente afortunado, y pocos lo son, todavía estará debatiéndose para garantizar, aunque sea en lo íntimo de sí, su lugar. Es la etapa intermedia entre la eternidad de los 20, que ya quedó atrás, donde todo era posible, y el espectro de los 40 justo allá adelante, donde vendrá el balance, junto con los primeros indicios, aún suaves, de que el cuerpo ya empieza a traicionar. Con un poco de suerte y un esfuerzo mayor, aún hay tiempo para un giro, pero se realizará con las piernas menos vigorosas. Chris, que soñaba con viajar, consiguió, como militar, ingresar en el servicio de correo postal. Pero, ¿a quién le parecerá tan importante eso cuando él se haya ido?

Al saber que iba a morirse joven y, antes de morirse, se olvidaría de sí, Chris parece haberse preocupado con construir un legado. O una memoria para legar. Más importante que aquello que él no recordará parece ser la posibilidad de que no se acuerden de él de la forma como a él le gustaría que se acordasen. Más importante que no ser para sí es no ser para los otros. Y no solo los otros de cerca, sus hijos, su mujer, sus amigos, sino el mundo entero. Es así que, a los 39 años, emprende este viaje en bicicleta, que incluye un recorrido por la costa de Estados Unidos, el país del culto a los héroes por excelencia. La tierra de los winners (ganadores) y, por consiguiente, de los losers (perdedores), ya que unos no pueden existir sin los otros.

La bicicleta tiene la marca del mundo sostenible y también la marca de la salud y de la potencia, ya que es necesario estar en excelente forma física para aguantar el kilometraje. Es lo contrario de la debilidad y del deterioro físico, dos pasos claudicantes de un cuerpo con dificultades para sostenerse, que señalan tanto la enfermedad como la vejez, dos marcas que pertenecen al alzhéimer, como se veía hasta entonces. Complete o no suviaje, en la campaña de difusión y recaudación de su aventura, Chris se ha convertido ya en una "inspiración". Ya se ha convertido incluso en un ejemplo del brío del hombre británico en su disposición de conquistar el Nuevo Mundo, hasta el punto de que el primer ministro elogiase su determinación. Incluso antes de la partida, Chris Graham ya había cumplido una buena parte de su jornada de héroe.

El alzhéimer parecía irreductible a las ilusiones de potencia que la modernidad nos ha dado

Es, al mismo tiempo, punzante y trágico el viaje más profundo de Chris Graham, su vuelta no medida en kilómetros. Inventar una vida es la tarea más fascinante de un humano, exactamente por lo tanto de improbable y de absurdo que contiene. Es, como sabemos, nuestra primera ficción. Y la emprendemos desnudos y con tan poco. Parece que Chris se arrancó del olvido antes del olvido, del lugar de víctima de una enfermedad terrible y, en su caso, demasiado pronto, y le dio un giro al destino. Un giro que solo puede consumarse en la narrativa y en el legado para el otro, ya que, al final de la jornada, el propio Chris se olvidará de todo eso antes de morir trágicamente temprano.

Jamás subestimo los sentidos creados por otro para su vida. Más aún en un momento tan límite. Chris Graham intenta algo admirable con lo poco que tiene. Y su empresa produce no solo información, sino reflexión sobre la enfermedad, lo que siempre ayuda a reducir los prejuicios y la ignorancia. Pero, como Chris se aventura en público, hacia fuera, bajo las luces de los focos, creo que es importante pensar también en los ecos públicos de su elección y en lo que ella dice sobre este mundo como parte de la reflexión posible sobre el acontecimiento producido por él.

El alzhéimer parecía ser una enfermedad irreductible a las ilusiones de potencia que la modernidad nos ha dado. No había cómo arrancar heroísmo de allí, pues no había manera de hacer un héroe de una persona olvidada de todo lo que hizo o fue, olvidada incluso de la propia enfermedad. Si había un héroe, el alzhéimer marcaba precisamente su caída y la ruina de su mundo. El alzhéimer se ha mostrado más irreductible a la potencia incluso que la "locura" (comillas bien elegidas), ya que en algunos momentos hubo genios locos en las artes y en la literatura, y hubo aquellos arrancados del anonimato de los manicomios por la trascendencia de su obra allá descubierta.

La enfermedad del olvido se utilizó en este caso, en fascinante paradoja, para producir una memoria heroica

Para el alzhéimer parecía no haber esa salida. La enfermedad del olvido suele ser el recuerdo perturbador de la vejez y de la muerte, todo lo que esta época odia y teme más que cualquier otra. Las personas con alzhéimer u otro tipo de demencia en etapa avanzada son reducidas a vagar por los pasillos de instituciones como los muertos vivientes de la serie postapocalíptica Walking dead. O a dejarse olvidar en una silla o en una cama, los ojos vacíos, la cabeza caída hacia un lado. Son esas las imágenes que llegan hasta nosotros. El alzhéimer nos recuerda que al final, con o sin demencia, la vejez y la muerte son nuestra certeza insuperable ya al nacer y que ninguna ciencia ha sido capaz de salvarnos de ella. De cierto modo, las cirugías estéticas enmascaran la pérdida de la juventud más de lo que la retardan. Y la longevidad es, al mismo tiempo, una bendición y una maldición, ya que también es necesario convivir más tiempo con el declive, así como con el mundo de la gente que se muere antes de nosotros, una condena a un crepúsculo en cámara lenta.

Chris Graham tal vez sea el primer intento, o al menos el que más ha repercutido, de construir un héroe en el alzhéimer. Un héroe joven y aún potente,capaz de una gran aventura forzando sus músculos a pedalear una bicicleta en otro continente. La enfermedad del olvido se usa, en fascinante paradoja, para producir una memoria heroica.

Hasta entonces, los héroes de la guerra contra las enfermedades que siguen matándonos, concreta o simbólicamente, eran portadores de otraspatologías, como el cáncer. Podemos acordarnos, entre innúmeros ejemplos, de Randy Pausch, el profesor americano con cáncer de páncreas que escribió La última lección. Para él, morir parecía ser un fracaso. Luchar contra el tumor y no vencerlo podría colocarlo en un lugar inaceptable para la sociedad estadounidense y para sí mismo, al transformarlo, aunque de forma involuntaria, en un perdedor. Pausch superó ese atolladero al transformar el fin de su vida en un ejemplo de éxito. No pudo vencer el cáncer, que lo mató en 2008. Pero, en aquello que era esencial para él y para la sociedad a la que pertenecía, ganó. Consiguió hacer de su morir un best seller internacional. Les dejó a sus hijos el legado de un luchador. Él, que hasta entonces era apenas un profesor universitario de éxito, alcanzó la fama y el mundo al escribir un libro considerado como "inspirador". Un libro de alguien que se negaba a desistir de luchar contra la enfermedad.

En Siempre Alice, en un determinado momento, la protagonista lamenta no tener cáncer en vez de alzhéimer, lo que le garantizaría una imagen positiva en la sociedad. Dice algo más o menos así: "Podría andar por ahí con cintas de colores en el brazo y recaudar fondos para campañas de laenfermedad". En cambio, le quedó la vergüenza de no acordarse de las clases que tenía que dar, de dónde estaba cuando hacía su entrenamiento de atletismo habitual, de los nombres de sus colegas, de la receta de pudín de pan de Navidad, del sabor del helado que era el mismo que pedía desde hacía décadas en la heladería. Poco después ya no encontraría el baño de su propia casa y dejaría de reconocer a los más cercanos, lo que generaría primero pena, después incomodidad y, por fin, fuga. En vez de admiración, ella ahora producía vergüenza en el universo en el que se había acostumbrado a brillar. El alzhéimer la convertía en alguien que no conseguía seguir conversaciones y, por fin, la transformó en un bibelot de carne incómodo en la vida de los que amaba, su olvido un recuerdo terrible de un futuro que nadie quiere. En la ficción de Alice aún no existía la realidad de un Chris Graham, provocando aplausos y mostrando potencia en el acto que precede al fin.

Como le dijo a la prensa Hilary Evans, de la Alzheimer’s Research UK, la organización para la que Chris Graham recauda fondos, "es urgente conseguir más inversión en investigación, ya que por cada científico que trabaja en el campo de las demencias hay seis o siete involucrados en la investigación del cáncer". Tal vez algunos piensen, con bastante sentido lógico, que lo que faltaba para aumentar la inversión en la búsqueda de una cura para el alzhéimer era juventud y una historia inspiradora, ya que los ancianos olvidados en cuerpos deteriorados son algo que la población prefiere olvidar. Para ese giro de imagen Chris Graham parece haber sido un sorprendente candidato.

Tengo una desconfianza aguda de la cultura de los héroes de guerra, más aún cuando conlleva enfermedad y muerte

Cada uno arranca sentido de la forma que puede y, como ya dije antes, pero no cuesta repetirlo, es necesario mantener un profundo respeto por los significados que el otro consiguió crear ante la brutalidad de la enfermedad y la muerte. La vida nada más es que la creación y la recreación de los sentidos. Mi problema con la imposición de "luchar" contra la enfermedad, y de algún modo, "vencer" a la muerte, es precisamente su valoración como la mejor manera de afrontar la enfermedad y la muerte. O, peor aún, como la única forma digna. Tengo una desconfianza aguda de la cultura de los héroes, en general, más aún cuando conlleva enfermedad y muerte. Del mismo modo que abomino de la cultura de los winners y losers, que contamina cada vez más a Occidente y ya ha infectado a la sociedad brasileña.

Nadie vence a la muerte. Y nadie puede permanecer joven para siempre. Me parece que la narrativa de la guerra personal contra enfermedades que matan a pesar de toda la tecnología existente es un tanto dudosa. Tan digna como la elección de Chris Graham y de Randy Pausch es la elección de todos los antihéroes que escogen utilizar el tiempo que les queda cerca de aquellos a quienes aman, en casa, sin alarde, o meterse en algún rincón que les guste mientras sea posible, sin convertirse en noticia. Así como hay dignidad en aislarse o en elegir no hacer ningún tratamiento. Y creo que hay dignidad también en preferir quitarse la propia vida antes de que la enfermedad lo haga. De la vida solo sabe quien la vive. Del final de la vida también.

Digo esto porque fui testigo varias veces, realmente muchas, de la opresiva imposición a quien tiene una enfermedad que le llevará a la muerte. Tanto por parte de los médicos y otros profesionales de la salud, como por parte de los familiares, que no soportan la idea de perder a aquella persona ni el aviso de que la muerte del otro siempre es sobre su propio fin. Como si no bastase tener una enfermedad que provoca dolor y declive físico, u olvido y fragilidad, aún se le impone a aquel que enferma el imperativo de "luchar", incluso cuando la lucha ya no es posible. Hay tanto coraje en luchar como en aceptar que no es posible luchar y preferir pasar el tiempo que queda sin grandes epopeyas mediáticas ni intervenciones quirúrgicas o tratamientos con medicamentos pesados que apenas roban la calidad de la vida que aún es vida. No creo que haya una gran ventaja para el muerto cuando lo elogian en el velorio, diciendo: "Fue un luchador. Luchó hasta el final". Como si eso le diese valor, o incluso amenizase la "traición" de haber fracasado y muerto, lo que dejó a todos los demás solos y aterrorizados. Pero incluso el personaje de Alice, al hacer su último discurso, no en la universidad, sino en un evento de alzhéimer, sucumbió a la tentación al decir: "No estoy sufriendo (¿¿¿¡¡¡¡¡???!!!!!). Estoy luchando". Los "¿¿¿¡¡¡¡¡???!!!!!" son una intromisión mía.

El regreso de Henry al mundo, al escuchar la canción de su vida, mostró que estaba vivo por dentro

Acerca del alzhéimer, ya no inmune a la narrativa de los héroes de guerra, recomiendo con mucha, pero realmente mucha vehemencia, un premiado documental llamado Alive Inside: a Story of Music and Memory , que se puede traducir como "Vivo por dentro: una historia de música y memoria". En algunos países está disponible en Netflix, con subtítulos. Pero también puede comprarse en el propio sitio web. Es la trayectoria real del estadounidense Dan Cohen, un asistente social que trabajó con ordenadores la mayor parte de su vida, por instituciones que albergaban a personas con alzhéimer y demencias variadas, instituciones donde los cuerpos están sometidos a la cultura de la medicalización. Dan le pidió al director de la película, Michael Rossato-Bennett, que grabase su experiencia durante un día; pero Michael se quedó tan encantado con lo que presenció que se quedó tres años grabando. Dan, un hombre un poco encorvado, medio calvo, un par de gafas comunes, ropa casi anticuada, comenzando él mismo a envejecer, tiene una obsesión: poner auriculares en las orejas de gente olvidada de sí misma. A continuación, enciende la música que a la persona más le gustaba o, cuando no consigue descubrir cuál es por las conversaciones con familiares, prueba con música de la época de la juventud de esa persona.

Dan, alguien a quien no notaríamos al pasar por la calle, es, él mismo, emocionante. Pero lo que sucede cuando él pone los auriculares en las orejas de gente que parecía muerta viviente, zombizando por una de esas casas de ancianos, es totalmente abrumador. Descubrimos entonces que aquellas personas están "vivas por dentro". Henry es una de esas personas. Cabeza caída hacia un lado, ojos vacíos, no reconoce ni a su propia hija. Henry solo respira. Y entonces Henry lo pone a escuchar la canción de su vida. Y lo que presenciamos es a alguien resucitando, uno de aquellos milagros hechos por gente.

Henry levanta la cabeza, abre los ojos desmesuradamente. Henry canta, Henry baila con los pies, Henry baila con las manos. Henry recuerda. ¿Qué recuerda? La época más feliz. Que, como de costumbre, no es ningún momento apoteósico, nada que se convierta en noticia, apenas la época en la que él, aún niño, hacía entregas en bicicleta para una tienda de ultramarinos. Henry estaba vivo, nosotros éramos quienes no lo sabíamos. Y, cuando revive, a su alrededor todos reviven también, una anciana observa con ojos de rocío y sabemos lo que ella está sintiendo, porque también lo sentimos. El regreso de Henry al mundo de los vivos, en un vídeo de algunos minutos, fue publicado en internet antes de que se finalizase el documental y se convirtió en un fenómeno viral, con millones de visitas. No pongo el enlace aquí porque creo que Henry es aún más hermoso en el contexto del documental.

El neurólogo y escritor Oliver Sacks, que a principios de este año contó cómo decidió vivir su morir en una carta bellísima, aparece algunas veces en el documental para explicar la acción de la música sobre el cerebro humano. Hay también otros "especialistas", la parte menos interesante y un poco excesiva de la película, pero justificada por la necesidad de legitimar una propuesta tan heterodoxa y mucho más barata que el dopaje colectivo que suele hacerse en esas instituciones. Oliver Sacks es siempre fascinante, como cuando explica por qué la música se convierte en un puente entre el mundo de dentro y el de fuera: "La música es inseparable de la emoción. Por lo tanto, no es apenas un estímulo fisiológico. Si funciona, llamará a la persona entera, las diversas partes del cerebro, la memoria y las emociones. (...) El filósofo Kant dijo que la música era un arte vivificante. Y a Henry lo vivificaron. Volvió a la vida".

La música vivificó a Henry y a varios otros. Lo que Schubert hizo por Denise y los Beatles por Marylou es increíble. Entre todos, el que más me toca es Johnny, el hombre sin una oreja. Ah... Johnny. Lo que él descubrió de sí y, al mirar a su alrededor por primera vez después de tanto tiempo, descubrió de los otros, a los que llamó "mi pandilla", es hermoso. Johnny es hermoso. Pero no voy a contar más, porque estropearía la experiencia que cada uno tendrá si quiere.

Johnny y todos los antihéroes cuya gran hazaña, la gigantesca travesía, es despertar por la música y recordar su extraordinaria vida común, nos recuerdan que tenemos que despertarnos. Y nos traen la eterna cuestión de la muerte, tan inevitable como el morir: ¿qué recordaremos antes de olvidar? O, dicho de otro modo: ¿qué es realmente importante en nuestras vidas? ¿Ahora, mientras las vivimos?

¿Qué recordará Chris Graham, al final trágicamente humano que le espera, después de su jornada de héroe, al escuchar la canción de su vida?

La enfermedad y la muerte pueden asustar. Y asustan. Pero también les recuerdan a los vivos que no se deben olvidar de vivir.

Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de los libros de no ficción Coluna Prestes – o avesso da lenda, A vida que ninguém vê, O olho da rua, A menina quebrada, Meus desacontecimentos y de la novela Uma duas. Sitio web: desacontecimentos.com. Email:elianebrum.coluna@gmail.com. Twitter: @brumelianebrum

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