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Las palabras
Columna
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Insurrecciones con fines de lucro

Latinoamérica es la región más violenta del mundo por encima de África y Asia, donde hay guerras

Gustavo Gorriti

En la presentación al tema central de su edición de enero de este año, “La captura criminal del Estado”, la revista mexicana Nexos sostiene que “el combate al crimen organizado y la resistencia de éste a la coerción estatal ha alcanzado en América Latina los rasgos de una guerra civil [...]. La realidad compartida entre distintos países es la existencia de Estados con instituciones de seguridad incapaces de proteger a sus ciudadanos”.

Los dos excelentes ensayos sobre el tema, Bandidos, Estado y ciudadanía, de Joaquín Villalobos; y La captura criminal del Estado, de Héctor Aguilar Camín, ilustran con cifras centrales las dimensiones del crimen en el continente.

“Las 80 mil muertes y los 22 mil desaparecidos atribuibles a la guerra contra el narco entre los años de 2008 y 2013”, escribe Aguilar Camín, “entran en el rango numérico de conflictos bélicos recientes. Son una cifra muy superior a las 23 mil bajas en combate de la primera Guerra del Golfo de 1990-91, y a las 50 mil de la guerra entre Etiopía y Eritrea de 1998-2000. Están en la escala de los 112 mil civiles muertos en Irak, durante la segunda Guerra del Golfo de 2002”.

Y ello solo en México.

Joaquín Villalobos extiende la cuenta a la violencia criminal en Latinoamérica: “En nuestro continente a la violencia política de la segunda mitad del siglo pasado le ha seguido durante el presente siglo una oleada de violencia criminal que, entre el año 2000 y 2010, ha dejado más de un millón de homicidios”.

Comparativamente, la violencia política producida por las insurrecciones guerrilleras y las contrainsurgencias latinoamericanas que siguieron al triunfo de la revolución cubana en la última parte del siglo XX causó la mitad de muertes: medio millón de personas.

Así, el hecho de que un porcentaje relativamente alto de latinoamericanos, el 28%, sienta la falta de “seguridad ciudadana” como su principal preocupación, resulta más bien sorprendente no por lo alto sino por lo bajo que es. Latinoamérica, lo recuerda Villalobos en su ensayo, es ahora “la región más violenta del mundo por encima de África y Asia, donde hay guerras”.

Que no exista, como es el caso, una atmósfera de guerra civil en Latinoamérica se explica no solo porque esta es más compleja que sus horrores, por su vastedad geográfica y demográfica, sino porque —igual que con el ingreso— la distribución de la violencia criminal es muy desigual y porque en un porcentaje importante de naciones, el crimen organizado ha crecido a la par que la economía; y violencia y consumo han compartido escenarios y expectativas.

¿Puede explicarse la expansión criminal en América Latina bajo un paradigma insurreccional y construir en consecuencia una estrategia inspirada en la contrainsurgencia para combatirlo?

Tanto Aguilar Camín como Villalobos describen escenarios propios de insurgencias en desarrollo: el crimen organizado ha desplazado, sustituido o, más frecuentemente, dominado al Estado para convertirse en el poder de facto, en un contragobierno que decide y manda en regiones que, como recuerdan ambos escritores, no siempre son ni lejanas ni marginales. El control de facto que tuvo el crimen organizado mexicano en, por ejemplo, el puerto Lázaro Cárdenas en México, o el que lograron los criminales colombianos en el puerto de Buenaventura, indica un Estado inequívocamente socavado, enfermo y débil por más que pueda desarrollar ofensivas aparatosas y despliegues más o menos espectaculares de una cosmética de la eficacia.

El punto de vista de Villalobos es particularmente interesante. Quien fuera un destacado comandante guerrillero en El Salvador devino, luego de la paz, en estudioso y consultor sobre conflictos, de manera que aporta al tema una poco común diversidad de experiencias y perspectivas.

La visión de insurgencia y contrainsurgencia está sin duda presente en su análisis y en varias de sus conclusiones. La principal de ellas es formulada en la primera parte del texto: “…no existen atajos, el único camino posible para garantizar y contar con sociedades seguras es avanzar en la construcción de Estado y ciudadanía”.

Así, la paradoja actual es que el Estado que fue represor de sus ciudadanos en las brutales dictaduras contrainsurgentes de los 70 y 80 del siglo pasado (presente todavía en la actuación de muchas policías y fuerzas militares hoy) resulta ahora —si se lo transforma eficazmente en un Estado representante y protector de los derechos de los ciudadanos— la única manera viable de enfrentar el crecimiento y la metástasis de la criminalidad organizada a través del monopolio eficiente de la fuerza y de la coerción.

Una suerte de contrainsurgencia democrática frente a la depredación de las insurrecciones con fines de lucro del siglo XXI en Latinoamérica.

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