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Tribuna
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Por qué el humor nos libra de nuestros fantasmas

Duele la sátira porque nos desnuda, nos revela nuestros límites, castiga nuestra pretensión de creernos importantes e intocables

Juan Arias

El humor y la sátira, que implican siempre una crítica al poder, estos días han resultado ensangrentados en Francia, salpicándonos a tonos. Sobre las implicaciones del asesinado de humoristas irreverentes (¿qué verdadero humorista no lo es?) se ha escrito casi todo.

Quizás un aspecto ha sido más silenciado: el de la fuerza que el género literario de la sátira posee para liberar los fantasmas que nos acongojan a los seres humanos desde los tiempos de las cavernas.

Si hay algo típicamente humano es el humor. No los miedos, ni la violencia, que también existen en el reino animal. Una de las manifestaciones del arte que ennoblecen a la capacidad intelectual del Homo sapiens es la posibilidad de ridiculizar al poder y a nosotros mismos como antídoto contra las tentaciones de omnipotencia.

Odian a los humoristas y satíricos todos los poderes. Tanto más los odian cuanto más tiranos se muestren.

Duele la sátira porque nos desnuda, nos revela nuestros límites, castiga nuestra pretensión de creernos importantes e intocables.

Amenaza al poder porque lo coloca en sus límites ya que los que lo detentan sea en el ámbito político, religioso o cultural, pueden resbalar en la tentación de considerarse intocables.

Y al mismo tiempo nos libera a todos nosotros de los fantasmas que anidan en nuestros genes. Fantasmas que aquejan y a veces hacen perder el sueño a grandes y pequeños.

Nada libera más a nuestros niños de los fantasmas que pueblan sus sueños y sus vigilias, que el ridiculizar a brujas y superhombres. Les encanta cuando nos reímos de los mayores, que constituimos para ellos el miedo al poder que castiga o castra sus mejores sueños de libertad.

Pocas cosas son tan liberadoras, en todos los ámbitos, como una viñeta inteligentemente sarcástica sobre cualquier poder político o religioso.

Odian a los humoristas y satíricos todos los poderes. Tanto más los odian cuanto más tiranos se muestren. No hay prueba mejor para una democracia o institución que la capacidad para aceptar la ironía sobre lo que representa.

No hay prueba mejor para una democracia o institución que la capacidad para aceptar la ironía sobre lo que representa

Si el humor nos desnuda al poder de sus falsos oropeles no hace más que retraernos a nuestros orígenes, ya que todos desde el inicio de los tiempos nacemos desnudos, desvalidos, necesitados de todo. Nacemos sin poder. Llorando, no riendo.

El humor nos libera de las estructuras con las que nos van revistiendo y cubriendo los mantos del poder. Nos devuelve a nuestra esencialidad original.

Bastaría esta fuerza de liberación de nuestros miedos, de nuestras estúpidas creencias de superioridad para que defendamos a los genios del humor y su fuerza creativa.

No existe humor blanco o negro, laico o religioso. El humor es humor y basta y puede y debe “profanar” todos los excesos de poder y prevaricación de los poderes que intentan frustrar nuestros anhelos de libertad.

Querer hacer distinciones aristotélicas entre diferentes tipos de sátira, colocándole adjetivos es la mejor forma de combatirla.

El valor y la fuerza del humor radican en su misma esencia provocadora, estridente, enemiga de todo tipo de dogma.

El humor no mata. Son los dogmas, de cualquier color político y religioso los que han sembrado de cadáveres a la Humanidad a lo largo de la Historia.

Solo los humanos sabemos reír y reírnos de nosotros mismos.

La libertad es risueña; el poder de los dogmas, prohibiciones y amenazas, tiene casi siempre el ceño fruncido. No sabe reír, por miedo a desmoronarse.

El ser humano es quizás el único que tiene conciencia de que les espera la muerte, al no ser eterno. Y hasta frente a la muerte, el dolor supremo, el humor es el único destello para soportar el duelo.

La psicología enseña por qué tantas veces, en los entierros, las personas explotan a veces a reír sin motivo plausible. Sería un impulso inconsciente que nos alivia como si dijésemos: “yo aún estoy vivo”.

Es curioso que en nuestro mundo, en el que el poder siente la tentación de castrar la libertad de expresión, cuyo punto álgido es la sátira, los líderes, políticos o religiosos, aparecen siempre con las caras serias, amenazadoras, enfadadas con los pobres mortales, sus súbditos.

Con una excepción: la del papa Francisco, al que más he visto reír hasta de sí mismo de los siete papas que ya he conocido. Quizás por ello es un Papa sin miedo a decir lo que piensa aunque escueza, sin apegos al cargo y sin miedo a la muerte de la que habla siempre sonriendo.

Querer asesinar el humor es firmar la sentencia de muerte contra la esperanza de poder luchar y convivir con las fieras anidadas en nuestros fantasmas y pesadillas de seres limitados.

Pretender matar el humor y la sátira es tan vano e inútil como querer acabar con los arcoíris. Podremos seguir matando a sus mensajeros, pero el humor y la sátira seguirán surgiendo de nuevo hasta de debajo de las piedras por más que disguste al poder.

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