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Cartas de Cuevano
Columna
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Sabios que orientan

Hay hombres sabios cuyas sonrisas francas y miradas limpias son espejo de la inocencia y asombro que lleva un niño en el rostro

Palabras más o menos, cada año por esta fecha intento convencerme de lo que parece una mentira: de niño y de madrugada me asomé al jardín de mi casa en medio de un bosque y observé nítidamente impresas en la nieve unas huellas de camello, caballo y patas de elefante que nadie me ha creído como verdad. Creo haber convencido a mi hermana menor del milagro y reconozco que mi madre parecía absolutamente crédula ante mis lágrimas y la adrenalina que erizaba mi piel, pero creo recordar que a mi padre se le notaba una preocupada sonrisa cuando aceptó salir conmigo en pantuflas y abrigos sobre pijamas para verificar los huecos en la nieve. Vivíamos en otro idioma y rodeados de vecinos en el bosque que popularizaban a Santa Claus por encima de los tres reyes magos, a quienes además llamaban Hombres Sabios. Lo cierto es que mis padres resolvieron explicar lo inexplicable –para que la mentira quedara como verdad—argumentando que año con año se dan epifanías inesperadas donde Hombres Magos Sabios indican con señales invisibles lo que se debe y lo que no se debe hacer, decir o pensar; algo así como una rara tipografía de huellas sobre la nieve que se leen como párrafo secreto desde la ventana de mis madrugadas hasta la fecha.

Debería saberse en el todo el mundo y debería ser un lugar obligatorio de peregrinaciones, pero pocos saben que en la hermosa catedral de Colonia, al norte de Alemania, se exhibe la urna con los restos de los Reyes Magos. Una bellísima arca de oro donde duermen Melchor, Gaspar y Baltasar desde hace dos mil años, tan sólo para despertar una sola noche al año y recrear la posibilidad de contemplar la alegría de un niño o la sonrisa azorada de una niña y corresponder a esa admiración con un regalo, ya no de oros, ni inciensos ni mirra, sino de algo que cabiendo en un zapato alegre o ilumine el amanecer de otro año entero.

Dicen que los niños que son llevados a contemplar el arca de oro donde reposan los Reyes Magos serán niños para siempre y consta que todo adulto que se acerque a ese altar sentirá fluir por sus venas la inexplicable adrenalina, mezcla de felicidad e inocencia, que parece haberse olvidado con el paso de los años. Así que lo publico: detrás del altar mayor de la gótica majestad de esa hermosa catedral de Colonia se encuentra, en forma de arca de oro puro, una auténtica fuente de la juventud eterna. Quienes la vean de niños serán siempre niños y quienes la contemplen ya de adultos, rescatarán de entre sus canas la invaluable frescura y el asombro constantes que brillaban en sus ojos en el pretérito, y sin embargo, pocos saben del milagro y Colonia seguirá siendo una utopía a la vera del río Rhin.

Vivíamos en otro idioma y rodeados de vecinos que popularizaban a Santa Claus por encima de los tres reyes magos

Palabras más o menos, me sigue llamando la atención de que en inglés se conozca a Melchor, Gaspar y Baltasar como Los Tres Sabios, mientras que en español se subraye su condición de monarcas. Puestos a elegir, los niños con sus preguntas interminables no quedan contentos cuando se intenta precisarles exactamente de qué reino eran monarcas cada uno de los hombres que vieron la Estrella y los padres se enredan al olvidar cuál de los tres era el negro y cuál había elegido elefante en vez de camello o si el camello era en realidad dromedario y demás confusiones; mas en inglés –al definirlos como sabios—cuadra perfectamente en la imaginación de todo niño –o adulto lector—la magia de tres hombres buenos que miraban hacia las estrellas sobre el espejo de un pozo (evitando la tortícolis de fijar el cuello hacia el firmamento) y que, sin importar cuál de los tres elegía caballo blanco en vez de paquidermo, leyeron con astrolabios y sestantes milimétricos el anuncio enigmático de la alineación perfecta de los planetas y a la aparición en el domo del Mundo de la Estrella más bella jamás vista, exactamente hace dos mil y ocho años; es decir, hoy mismo.

Palabras más o palabras menos, cada año intento honrar esa locura y reiterar que –como muchas otras cosas—debo a Juan Villoro una larga lista de libros y párrafos sueltos que han iluminado el tráfago de los años como si fuesen regalos y sorpresas para alimentar y fertilizar el asombro constante. Hace ya varios años, Villoro dejó en mi zapato, sin carta de por medio, el siguiente párrafo:

“Durante la Segunda Guerra Mundial, el escritor alemán Edzard Scharper se exilió en Finlandia y luego en Suecia, donde se convirtió a la iglesia ortodoxa y en 1961 publicó la novela El cuarto Rey, basada en una leyenda rusa que también inspiraría Gaspar, Melchor & Baltasar, de Michel Tournier. En esta versión de la leyenda, un monarca salido de las estepas se retrasa enormidades en su camino a Belén. A diferencia de los otros Reyes, no es ingenuo ni provoca catástrofes involuntarias. Su demora se debe a las continuas obras de caridad que hace en el camino. Avanza fatigosamente en un trineo, se conmueve tanto con cada niño que entrega los regalos previstos para Belén y debe buscar otros nuevos. Siempre pródigo, se rezaga en aldeas olvidadas. Su recorrido corresponde exactamente a la vida de Jesús: el Rey del frío llega con 33 años de atraso y contempla al niño hecho hombre en la cruz. No tiene más regalo que su alma.

Hoy quiero devolverle el regalo a Juan Villoro, y a todos los Reyes Magos que se aparecen sin aviso entre las páginas de los libros o en sobremesas felices. A la fecha no he podido leer el libro de Edzard Scharper ni el de Michel Tournier, pero en la confundida búsqueda que me provocó Villoro encontré un libro de un tal Henry Van Dyke, autor norteamericano que vivió entre 1852 y 1933, que tuvo a bien publicar The Story of the Other Wise Man(Dodo Press, 2007). Pura agua del azar: el cuento de Van Dyke narra la historia no de tres, sino de cuatro iluminados astrólogos que reciben del don de observar a la Estrella hace dos mil años y emprenden el viaje a Belén. El cuarto hombre sabio, Artaban, se separa de Baltasar, Melchor y Gaspar al intentar aliviar a un moribundo que se les atraviesa en el camino. Al igual que en el cuento de Scharper, Artaban dilata constantemente su llegada a Belén, acompañado como un Quijote por un fiel escudero que va a su lado en sus constantes desvíos (ayudando a enfermos, derramando bondad, iluminando hogares en desasosiego) al grado de que no llega nunca a Belén y se convierte en un venerable anciano de barba blanca que sigue profesando y ejerciendo el bien, no como un rey dadivoso, sino como un auténtico hombre sabio, cuyo magnífico final ha quedado tan bien escrito que no echaré a perder la sorpresa revelándolo en estos párrafos, sino dejándolo en el zapato de todo aquel que lea esta página, como si fuese el mismo abrazo que le envío lleno de gratitud y admiración a Juan Villoro y a todos los hombres sabios que iluminan las madrugadas de las noches con sus párrafos perfectos.

Llego a la misma conclusión que sentí por primera vez hace mil años: hay hombres sabios que deletrean las estrellas, cuyas sonrisas francas y miradas limpias no son más que espejo de la misma inocencia y asombro que lleva un niño en el rostro. Son hombres sabios –verdaderos reyes magos, aunque sus reinos sean invisibles sobre el mapa de los hombres—que nos acompañan toda la vida como un bálsamo feliz de sobrevivencia, en el mismo abrazo de amor indescriptible con el que me llevó mi padre hace medio siglo a contemplar una inmensa urna de oro que brilla en medio de la catedral de Colonia, y el idéntico asombro con el que uno de mis hijos ha viajado él mismo a ese mismo templo en medio de la nieve para confirmar en la ronda de las generaciones los callados milagros que nos alivian de todo horror.

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