Literatura sin dinero
La historia, incluso la económica, es también literaria. Las novelas, además de llevarnos a vivir de forma vicaria en épocas, paisajes y vidas distintas, pueden servir también para explicarnos cuestiones tan prosaicas como la evolución de los precios o para cuantificar las desigualdades sociales. Digo bien cuantificar, aunque digo mal al decir que sirven, más bien debería decir que han servido y ya no sirven.
Esta es la clave literaria de la obra de moda del economista de moda, El capital en el siglo XXI de Thomas Piketty: su autor sustenta sus tesis sobre el regreso de la sociedad patrimonial y el crecimiento de las desigualdades en las cuentas que hacen Balzac, Jane Austen e incluso Henry James en sus novelas respecto al rendimiento de los patrimonios de sus personajes; pero a la vez nos señala cómo a partir de la Primera Guerra Mundial, con la aparición de la inflación y la desaparición del patrón oro, también se produce una desconexión de la literatura y más concretamente de la novela respecto al dinero y a los patrimonios de los personajes novelescos y sus familias.
El joven Rastignac, que quiere escalar en la sociedad francesa durante la restauración borbónica, debe escoger entre el trabajo y el mérito, que le reportarán unas rentas insuficientes, o buscar mediante el matrimonio una herencia que le sitúe en la cima de la sociedad, aunque sea por medios inmorales. El siniestro Vautrin, expresidiario prendado del joven, “explica a Rastignac que el éxito social por los estudios, el mérito y el trabajo es una ilusión”, por lo que le propone incluso el crimen para alcanzar el patrimonio de una rica heredera.
“No basta con obtener brillantemente los diplomas de Derecho; hace falta normalmente intrigar durante muchos años sin garantía de resultados. En estas condiciones, si se percibe en el vecindario inmediato una herencia del centil superior, mejor será sin duda no dejarla pasar”, escribe Piketty. “Hasta la Primera Guerra Mundial, el dinero tiene un sentido, y los novelistas no dejan de explotarlo, explorarlo y convertirlo en materia literaria”, señala.
Pues bien, una vez la literatura ha dejado de ocuparse del dinero y del patrimonio, el economista nos augura el regreso de una sociedad patrimonial que ya se acerca ahora mismo a las desigualdades experimentadas en la Belle Époque, justo antes de 1913, cuando empezó una época, un paréntesis más bien, en que han sido más el mérito, el trabajo y el estudio los instrumentos para el ascenso social que la posesión de un patrimonio importante.
Muchas son las explicaciones para la época de mayor igualdad que hemos vivido y de la que nos estamos alejando a marchas forzadas. La enorme destrucción de patrimonios de las dos guerras mundiales es una de ellas y quizás la principal. También la implantación de sistemas fiscales y del Estado de bienestar. Y, naturalmente, la inflación que se ha fundido fortunas y deudas para desesperación de quienes estaban habituados a la estabilidad monetaria del patrón oro.
La despreocupación literaria por la moneda y el patrimonio refleja un cambio en la percepción social y es fruto también de un engaño, tal como subraya Piketty: “A veces imaginamos que el capital ha desaparecido, que por arte de ensalmo hemos pasado de una civilización fundada en el capital, la herencia y la filiación a una civilización fundada en el capital humano y el mérito. Los accionistas bostezantes habrían sido reemplazados por los cuadros meritorios, simplemente por arte del cambio tecnológico”.
Queda por ver si al regreso de la sociedad patrimonial que atisba El capital en el siglo XXI le acompañará también una mirada literaria ocupada de nuevo en la desigualdad, el dinero y los patrimonios como en las novelas de Jane Austen, Balzac o Henry James. Hay fundadas razones para dudarlo.
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