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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cisnes chinos

Si el gigante asiático se democratizara estaríamos ante un escenario internacional radicalmente distinto

“No necesitamos gases lacrimógenos, ya estamos llorando”, se lee en uno de los paraguas de las decenas de miles de manifestantes que han ocupado las calles de Hong Kong para pedir democracia. ¿Bastarán unas cuantas frases ingeniosas para hacer temblar a uno de los sistemas políticos que más férreamente controla la información que recibe la ciudadanía? Eso es lo que parece pensar gente como Joshua Wong, el joven estudiante de 17 años que se ha convertido en uno de los líderes del movimiento estudiantil de Hong Kong y que con sólo 15 años ya lideró la protesta contra el intento de Pekín de introducir en el currículum escolar una grosera educación patriótica. Como se esperaba, el Gobierno chino atribuye todo a una conspiración exterior, pero Wong nació el mismo año en el que el territorio dejó de ser colonia británica así que estamos ante una protesta hondamente arraigada que no va a amainar fácilmente.

Ingenuidad e ingeniosidad. Dos tecnologías low cost total. ¿Será eso todo lo que se necesita para doblegar a un régimen que cuenta con el apoyo de un Ejército de más de dos millones de soldados, cientos de miles de policías y una increíble capacidad de bloquear las redes sociales? Gente como Wong nos hacen volver a ilusionarnos con la idea de que hay valores que son universales, intrínsecos a la naturaleza humana y válidos independientemente de la etnia, cultura, religión o geografía en la que nos encontremos. Si, permitámonos soñar en alto, China se democratizara, esto significaría la liberación de 1.350 millones de personas, es decir, de una de cada cinco personas del planeta y, más dramáticamente aún, de más de la mitad de los 2.467 millones de personas que todavía hoy viven, por desgracia, en países no libres.

Volviendo a la realidad; sólo por la derrota intelectual de la doctrina del excepcionalismo chino, que nos dice que ese país y la democracia son incompatibles, y del relativismo cultural, que sostiene que los asiáticos tienen valores distintos, ya habrían valido la pena estas manifestaciones. Pero hay más, pues la democratización de China tendría tales consecuencias geopolíticas que podemos describirla utilizando la analogía del cisne negro, popularizada por Nicholas Taleb para referirse a aquellos acontecimientos inesperados que cambian por completo nuestra manera de entender y, por tanto, de enfrentarnos a la realidad. Porque si China se democratizara, todos los supuestos que hemos construido sobre cómo será el siglo XXI se vendrían abajo, para bien. Naturalmente, muchos problemas seguirían, y también enfrentaríamos nuevos desafíos, pero qué duda cabe de que estaríamos ante un escenario internacional radicalmente distinto.

No sabemos qué pasará, pero sí que sabemos, o por lo menos deberíamos haber aprendido de la experiencia, que nuestra incapacidad de prever el futuro no lo hace menos probable. Al revés, como ocurrió con el fin de la Unión Soviética, la caída del muro de Berlín o los ataques del 11-S, da la impresión de que los cisnes negros son más probables cuanto menos se piense en ellos. Así que hagamos como que no nos estamos enterando de lo que está pasando en Hong Kong y crucemos los dedos.

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