Eternos inmigrantes irregulares
¿Debe el Estado protegerlos como menores o puede expulsarlos como extranjeros?
La crisis humanitaria de los menores inmigrantes en Estados Unidos ha llevado a la primera página de la información mundial una realidad bien desafiante para las democracias occidentales. Hablamos de 60.000 menores registrados por ahora, pero se calculan hasta 90.000 en septiembre. Algún centenar ha sido deportado a México en su condición de país fronterizo (acuerdo bilateral) con eficacia más mediática que gestora. La mayoría, de origen centroamericano, permanecerá en EE UU, en centros de detención, amparados por la legislación de protección de víctimas del tráfico de personas (TVPRA), a la espera de una decisión final sobre su suerte que puede tardar años.
Son menores indocumentados. Solos. Sin la compañía de ningún familiar. Con el propósito indudablemente migratorio de trabajar y hacerse una vida en el país que los acoja. Menores no acompañados, en argot europeo. El reto es el mismo a este lado del Atlántico: ¿Debe el Estado protegerlos como menores o puede expulsarlos como extranjeros?
En España, no sería posible la deportación inmediata al país fronterizo, por más que la cuestionada actuación en la valla de Melilla haga intuir más bien otro escenario. Tampoco se les puede expulsar, aunque la ley no lo prohíba expresamente. Al revés, se busca su proyección. Con un tanto de hipocresía. Al fin y al cabo se prioriza el retorno del menor al país de origen, pero —se dice— para reagruparlo con su familia: repatriación. Lo que incluye el retorno a centros de menores, financiados con fondos españoles, donde nadie garantiza en puridad que estén cerca de su casa. Por fortuna, esto sucede sólo en la teoría de una ley impracticable (Ley de Extranjería y Directiva de retorno). En último término, las administraciones, cautelosas, optan por su tutela en centros de menores (de protección, nunca de detención). Con la consiguiente tensión, por cierto, entre Estado (decisión de repatriar) y Comunidad Autónoma (encargada de tutelar).
Lamentablemente, las estadísticas son muy opacas y es difícil arriesgarse con cifras. Sin saber el auténtico impacto de la crisis económica sobre la inmigración juvenil, podemos hablar de unos 5.000 nuevos acogimientos cada año, frente a poquísimas repatriaciones (ni el 1% del total).
Estados Unidos no ha ratificado ni la Convención Americana de Derechos Humanos ni la Convención de Derechos del Niño (sólo Somalia y Sudán del Sur se resisten). En Europa, sí es unánime la ratificación tanto de esta última Convención como del homólogo regional, el Convenio de Derechos Humanos. Tenemos, además, la Carta Europea de Derechos Fundamentales.
Y con todo, no es fácil encontrar en este nutrido estándar internacional una respuesta clara y tajante limitando a los países la expulsión de los menores. Sólo se puede alcanzar alguna conclusión de utilidad tras un minucioso estudio de las decisiones del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (STEDH Sen, 2001; STEDH Jakupovic, 2003; STEDH Mubilanzila, 2006 ó STEDH Maslov, 2008, por todas): preferente interés superior del menor hacer primar el deber de protección que incumbe al Estado sobre su facultad de controlar y expulsar, salvo en las excepcionales y gravísimos casos de riesgo del orden público o de la seguridad nacional (ni es la norma en Europa, ni es el caso de Estados Unidos).
Este y no otro ha de ser el marco de cualquier política de inmigración juvenil: un fenómeno complejo y resbaladizo, encorsetado en normas obsoletas, ficciones forzadas e interpretaciones torticeras. Especialmente, en sus contornos. Así, saber hasta cuándo un extranjero debe ser considerado menor no es algo tan fácil en España. Con el Código Civil en la mano, un menor marroquí debería serlo hasta los 21 años (rige su ley personal). Tampoco es siempre sencillo conocer la edad real de unos menores deliberadamente indocumentados. El Tribunal Supremo (STS de 18 de julio de 2014) acaba de poner orden impidiendo que se practiquen indiscriminadamente las cuestionadas (y cuestionables) pruebas médicas de determinación de la edad. Ni mucho menos es liso el tránsito a su vida adulta. Obama los protegió con el programa llamado DACA, permitiéndolos trabajar y estudiar, pero el Congreso lo va a vetar. En España pueden acceder a autorizaciones de residencia espaciales, pero son difíciles de conseguir. El destino, en fin, parece el mismo allí o aquí: eternos imigrantes irregulares. En Estados Unidos los llaman dreamers.
Ana Ruiz Legazpi es profesora de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Madrid
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