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Tribuna
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La hora del cambio

La derrota de Brasil fue un golpe de realidad, un final para los años del ‘boom’ económico

“El día que a Brasil se le paró el corazón”. Con estas palabras rinde homenaje el Museo del Fútbol de São Paulo al Maracanazo, la dramática derrota de Brasil frente a Uruguay por 2 a 1 en la final del Mundial de 1950. Aquella tragedia dejó una herida en el alma brasileña que ni tan siquiera la posterior conquista de cinco campeonatos ni la conversión del fútbol en arte con la selección de 1970 —la de los cinco dieces, la de Jairzinho, Gérson, Tostão, Pelé y Rivelino— pudo cerrar. El portero, Barbosa, se convirtió en el gran villano nacional y jamás un jugador negro, salvo alguna esporádica aparición de Dida en los años noventa, volvió a ponerse bajo los palos de Brasil. La propia Seleção dejó de jugar de blanco y adoptó desde entonces los colores con que la conocemos ahora.

Tenía que ser ahora, cuando el Mundial volvía a Brasil 64 años después, que esa herida se cerrase de una vez por todas con una victoria incontestable otra vez en una final en Maracaná y a ser posible sobre Argentina, el íntimo enemigo, el rival histórico por la hegemonía suramericana.

El sueño de una victoria de leyenda se convirtió en obsesión nacional. Había que ganar o ganar. Y no solo eso. El poder se aplicó sin reparar en gastos en mostrar al mundo que existía un nuevo Brasil, un país democrático y próspero, que ya no era un proyecto de nación sino una realidad, dispuesto a hablarle de tú a tú a las grandes potencias. Un país que nada tenía que ver con aquel de 1950 de decenas de millones de pobres y analfabetos donde la política era solo un juego de poder entre las elites de Río y Sao Paulo.

Brasil 2014 sería el Mundial de los Mundiales, el fabuloso escaparate de un gran país (...). Pero la economía se estancó y el humor nacional cambió

Brasil 2014 sería el Mundial de los Mundiales, el fabuloso escaparate de un gran país, donde los brasileños confirmarían su superioridad en el fútbol, un deporte en el que eran imbatibles y el territorio emocional y simbólico de la cohesión social y la democracia racial brasileñas.

Pero la economía se estancó y el humor nacional cambió: llegaron las protestas sociales, las grandes obras públicas se retrasaron, aparecieron la improvisación y el despilfarro. Brasil, bajo los focos del interés internacional, mostraba sobre todo sus carencias y pedía a gritos un cambio. Nadie quiso escuchar a los brasileños y menos que nadie la confederación de fútbol, la CBF, un organismo corrupto y autoritario, un auténtico anacronismo en un país inmerso en las tensiones de la modernidad. La CBF decidió militarizar a un equipo que con el sargento Felipe Scolari al frente destacó más por la cantidad de faltas que cometía que por sus habilidades con el balón. En cierto sentido, la simpatía que los brasileños despertaban entre los turistas cada día era dilapidada ante millones de espectadores de televisión por un juego rácano y mediocre.

El Mundial comenzó con un abucheo en el partido inaugural a la presidenta Dilma Rousseff y terminó el martes para Brasil con la derrota más humillante de su historia y, probablemente, con la condena eterna de los jugadores protagonistas. Un golpe de realidad y como titulaba ayer la web del diario brasileño Valor Económico, “un final apropiado para los años de boom económico”. El gigante está de luto. La hora del cambio parece haber llegado.

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