¿Liderazgo italiano?
Debemos encontrar los medios para estimular el crecimiento y evitar el triunfo de los populismos
La UE estará bajo presidencia italiana durante los próximos seis meses. Desde que se firmó el Tratado de Lisboa, que dio origen a una presidencia permanente del Consejo Europeo (ocupada por Herman Van Rompuy, que pronto será reemplazado), estas presidencias alternas ya no tienen ni el mismo papel ni la misma importancia. Sin embargo, estos seis meses pueden, y deben, ser útiles. La presidencia italiana ha empezado con buen pie. Matteo Renzi, que pronunció un discurso ante el Parlamento Europeo, tuvo un éxito sonado.
Y no, como se dice demasiado a menudo, al estilo de una estrella de rock, sino porque encontró las palabras justas. Renzi rechazó que la UE muestre signos de “fatiga, resignación y hastío”; por el contrario, abogó por que Europa “recupere su alma y el sentido profundo de la convivencia”. Hacía mucho tiempo que ningún dirigente europeo se expresaba así, evocando el “futuro del espíritu” más que el de los déficits.
En cierta medida esto es, por supuesto, resultado de una situación que ha permitido que Europa se aleje del epicentro de la crisis. La eurozona vuelve a ser un área de estabilidad. Aunque ni Italia ni Francia han reducido su deuda, la eurozona ha vuelto a inspirar confianza a los mercados, como prueban las tasas de interés a los que estos países pueden pedir dinero prestado.
Pero es también producto de un toque personal y de “la juventud, el descaro y la elocuencia”, como ha dicho la eurodiputada Sylvie Goulard. Y tenemos una imperiosa necesidad de este empuje. Seguramente hay que remontarse a Tony Blair para encontrar un verbo capaz de movilizar.
Y nos interesa que triunfe. La batalla para obtener una aplicación “flexible” del Pacto de Estabilidad no solo concierne a Italia y a Francia, que impulsaron esta demanda, sino a Europa entera. Considerada en su conjunto, esta sigue sin recuperar el crecimiento. Y hay que encontrar los medios para estimularlo si queremos frenar el aumento del paro y devolver la confianza a unas opiniones públicas que, como hemos visto, pueden dejarse tentar por las soluciones políticas extremas.
Las tesis enfrentadas son conocidas. Por un lado, se pide esa famosa flexibilidad y, en consecuencia, un escalonamiento de los compromisos relativos a la reducción de la deuda; por otro (Alemania y Holanda), se hace valer que los países demandantes deben aportar antes la prueba de su capacidad para reformarse. Este debate es cada vez menos pertinente. En el seno mismo del Gobierno alemán, hay conciencia de la necesidad de encontrar los medios para impulsar el crecimiento si se quiere evitar el triunfo de los populismos.
Wolfgang Schäuble tiene razón al señalar que la UE debería preocuparse antes por gastar el dinero existente, como por ejemplo los 6.000 millones destinados al desempleo juvenil, que aún no han sido invertidos. Asimismo, sin entrar en querellas dogmáticas, como por ejemplo la creación de los eurobonos, existen otros medios inexplorados. Tomemos el Banco Europeo de Inversiones. Pide prestados y presta 8.000 millones al año. Nada impide que pida prestados 50.000 millones. ¿Dónde está el obstáculo? En la propia dirección del banco, obsesionada por la triple A. Si asumiese más riesgos, podría perderla, pero ¿a quién le preocupa todavía la triple A?
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