Barack Obama, atrapado en el mundo de George W. Bush
El avance yihadista en Irak aboca al presidente de EE UU a la guerra que creía haber dejado atrás. El legado del expresidente define las coordenadas en las que se mueve su sucesor
El republicano George W. Bush abandonó la Casa Blanca en enero de 2009 como uno de los peores presidentes en las últimas décadas. El fracaso de la invasión de Irak, las violaciones de los derechos humanos en la llamada guerra contra el terrorismo, los ejemplos repetidos de mala gestión como la respuesta al huracán Katrina y la crisis financiera definieron su legado.
El demócrata Barack Obama, que ascendió con la bandera de la oposición a la guerra de Irak, le sustituyó con el mensaje del yes, we can y la esperanza del cambio.
Cinco años y medio después, Obama sigue luchando por desembarazarse de Bush. No siempre con éxito. La prisión de Guantánamo está abierta. El actual presidente no sólo ha continuado con el espionaje masivo de la NSA (Agencia de Seguridad Nacional, siglas en inglés) y los bombardeos con aviones no tripulados, sino que los ha ampliado. Sus programas de inversión pública, unidos a los estímulos monetarios de la Reserva Federal, contribuyeron a que EE UU saliese de la recesión y volviese a crecer y a crear empleo, pero la crisis financiera de 2008 dejó un país más desigual y la clase media empobrecida.
Y ahora, Irak. La guerra que destruyó la reputación de Bush; la guerra a la que Obama se opuso desde el primer momento y que creía haber dejado atrás para siempre cuando en diciembre de 2011 retiró al último soldado, ocho años y más de 4.500 muertos norteamericanos y decenas de miles iraquíes después; la guerra que EE UU había olvidado.
"Bush tuvo un gran impacto. Fue un presidente transformador", dice el historiador Julian Zelizer
"Estoy convencido de que estamos cerca de derrotar estratégicamente a Al Qaeda", dijo en 2011 el entonces secretario de Defensa, Leon Panetta.
El mismo año, el presidente dijo que EE UU dejaba "un Irak soberano, estable y capaz de valerse por sí mismo".
"Hoy Irak es menos violento, más democrático y más próspero", dijo en 2012 Anthony Blinken, entonces consejero de seguridad nacional del vicepresidente Joe Biden y ahora consejero de seguridad adjunto de Obama.
El optimismo era prematuro. El avance de los insurgentes suníes —los mismos que EE UU dio por hecho que había derrotado hace tres años— y la desbandada de las fuerzas gubernamentales han forzado a la Casa Blanca a contemplar una intervención militar. Irak es el ejemplo más reciente de cómo, a su pesar, Obama se mueve aún en las coordenadas que su antecesor estableció tras los atentados del 11-S.
"Bush tuvo un gran impacto. Fue un presidente transformador”, constata el historiador de Princeton Julian Zelizer, que en 2010 editó The presidency of George W. Bush. A first historical assessment, una libro en el que él y otros historiadores realizaban un primer balance del presidente saliente. Entonces Zelizer ya avisó contra la tentación de creer que con el nuevo presidente comenzaba una nueva era. En EE UU los cambios de presidente, decía, nunca implican cortes tan nítidos; suele haber más continuidad que ruptura.
Bush, según Zelizer, “se embarcó en dos guerras significativas que promovieron la idea de cambio de régimen, la idea de que Estados Unidos deberían dedicarse a la reconstrucción de estados y sociedades civiles”. “Cuando los presidentes hacen grandes cosas como éstas”, añade, “el siguiente presidente normalmente tiene que lidiar con el legado, sea en la política exterior o interior.”
En los casi seis años que lleva en la Casa Blanca Obama se ha esforzado por pasar página. Lo intentó al ordenar la retirada de Irak tras fracasar el acuerdo con el Gobierno iraquí para dejar allí a unos miles de soldados norteramericanos. Y lo intenta con el plan de retirada en Afganistán para finales de 2016.
Ninguna opción parece buena: intervenir puede alimentar el fuego iraquí; desentenderse, como ha hecho EE UU en años recientes, también
“Esta guerra, como todas las guerras, debe terminar. Esto es lo que aconseja la historia. Esto es lo que demanda nuestra democracia”, dijo el presidente en 2013, en un discurso sobre las guerras posteriores al 11-S y las políticas antiterroristas de Bush.
“Hemos retirado a nuestras tropas de Irak. Estamos poniendo fin a nuestra guerra en Afganistán”, celebró el pasado mayo después en otro discurso programático, éste sobre la política exterior.
Como Sísifo con la piedra, cada vez que Obama cree haber superado la era Bush, la era Bush regresa. Y ahora, menos de tres semanas después de aquel discurso, sopesa ataques aéreos o con misiles lanzados desde portaaviones en el Golfo Pérsico para ayudar al Gobierno de Nuri al Maliki a frenar a los yihadistas en Irak. Cauto, el presidente de EE UU ha puesto una serie de condiciones a Al Maliki para actuar. Sin un proyecto político inclusivo, dice la Casa Blanca, bombardear será inútil.
Ninguna opción parece buena: intervenir puede encender el fuego; abstenerse de intervenir, como la Administración Obama ha hecho en los últimos años, también. El debate en Washington es estos días un cruce de acusaciones: a Bush y los republicanos por invadir Irak en 2003 y encender un polvorín que no se apaga; a Obama y los demócratas por haberse desentidido de Irak y de la vecina Siria, plataforma de los insurgentes para atacar al Gobierno iraquí.
Irak, en contra de lo que quería Obama, no es el pasado. Aquella experiencia condiciona cualquier decisión que Obama tome ahora, como ocurrió en septiembre de 2013, cuando EE UU estuvo a punto de intervenir en Siria. Como en Siria, Obama insiste que no enviará tropas terrestres a Irak. Como entonces, la opción que Obama contempla es una intervención limitada. Nadie, ni la clase política ni los ciudadanos, desea ver a jóvenes norteamericanos muriendo en países lejanos.
El recuerdo de la pesadilla de Irak (los muertos, las divisiones, los más de dos billones de dólares que habrá costado al erario norteamericano, según un estudio) determina qué puede hacerse (todo lo que no ponga en riesgo ni una vida norteamericana) y qué no (un despliegue terrestre).
El legado del expresidente no es sólo visible en Irak: Guantánamo, la NSA y los 'drones' son herencia de los atentados del 11-S
Como después de la guerra de Vietnam, EE UU vive bajo un síndrome de Irak, un trauma que explica las reticencias de Obama a involucrarse en nuevos conflicto y el repliegue geoestratético. A diferencia de Vietnam, país que EE UU abandonó en 1973 para no volver, Irak amenaza con tener ocupado a EE UU durante décadas.
El legado de Bush también ha condicionado las políticas internas de Obama, según Zelizer. El presidente ha mantenido los controvertidos recortes fiscales de su antecesor, excepto para las personas con más ingresos, lo que ha dificultado la reducción del déficit. El debate sobre la reforma de las leyes de inmigración, que abriría la puerta a la regularización de millones de indocumentados, reproduce con pocas variaciones el que se desarrolló en 2006 y 2007. Bush, como Obama, era partidario de la reforma.
De Obama, además del carácter históricos de la elección del primer presidente afroamericano, quedarán como mínimo la reforma sanitaria y las medidas para sacar a EE UU de la recesión. No es poco. En algunos aspectos sí ha transformado EE UU, como prometió.
Pero, según el historiador Zelizer, “en la política exterior no está tan claro que tenga el mismo impacto, más allá de consolidar lo que hizo el presidente Bush”. “Paradójicamente”, dice, “uno de los mayores efectos de su presidencia puede ser dar una legitimidad bipartita a todo el programa antiterrorista que se puso en pie tras el 11-S”.
Bush no era un visionario —más bien se tendió a menospreciar su intelecto— pero su mundo es el nuestro. Obama parecía un visionario cuando en 2009 llegó a la Casa Blanca pero lo tendrá difícil para dejar huella como su antecesor.
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