Las causas del estallido de disturbios en Estocolmo permanecen un año después
Los vecinos de Husby siguen denunciando discriminación, paro y falta de perspectivas
Si alguien sube a la pequeña colina que domina el Husby Parken, el parque del barrio de Husby, en Estocolmo, encontrará varios cubos de granito. En uno de ellos, se puede leer una inscripción grabada en la piedra que reza Don’t be a gangster, stay alive (No te hagas gángster, sigue vivo). Podría ser una advertencia para los jóvenes que pueblan este barrio de Estocolmo y que hace justo un año protagonizaron unos disturbios que hicieron pensar en el fin de la utopía sueca sobre la ideal integración de los inmigrantes. El desempleo, la discriminación a la hora de adjudicar trabajos, la falta de perspectivas de futuro fueron mencionadas como explicaciones para ese levantamiento, visible por las llamas del centenar largo de coches incendiados, similar a los ocurridos antes en Londres o París, aunque de menor envergadura. Un año después, los vecinos sostienen que los problemas siguen ahí, mientras el Ayuntamiento refuerza su labor asistencial.
“No se ve ya humo de ese fuego”. Sentado en un banco ante la mezquita del barrio y ataviado con un traje típico nigeriano, Hakeem reconoce que no se han vuelto a producir problemas en el barrio —otros apuntan a algunos disparos, sin heridos—, pero insiste en la queja sobre la marginación de los inmigrantes, gran mayoría en el barrio, el 85%, muchos de ellos de África, según las autoridades del distrito de Rinkeby-Kista, al que pertenece Husby, hogar de unas 12.000 personas. “No quieren [los suecos] que seas parte de ellos, no te dejan vivir donde quieres, no te dan el trabajo que quieres”. Soldado durante 10 años en la Armada nigeriana, reconoce que él mismo no trabaja, pero se queja del trato que reciben los jóvenes. “No hacen nada por ellos, no les dan actividades de ocio, no les dan asistencia, diferencian entre ellos y los suecos cuando piden trabajo, aunque hablen sueco. Los disturbios tienen que ver con la falta de oportunidades”, zanja, poco antes de meterse en la mezquita para el rezo dominical.
Kristina Andersson, 33 años, y su pareja, Nic, 36, pasean a su bebé por Edvard Griegsgangen, el corredor que cruza el barrio, junto al centro comercial donde se reunían los alborotadores y, a escasos metros de Hakeem, disienten: “No había nada político [en las protestas], no había demandas políticas. Solo aburrimiento”. Marian, chilena de 33 años, que vuelve de la compra con sus hijos Gino, 17, y Francisco, 8, señala que los jóvenes ociosos “quieren llamar la atención”. Es lo mismo que opina Kamen Yordanov, un búlgaro de 40 años que trabaja con jóvenes de la zona y que, antes de ponerse a abonar junto a otros vecinos los jardines de su comunidad, muestra al periodista la huella renegrida que dejó uno de los coches incendiados. Luego vuelve a su tarea entre las plantas que rodean los insulsos bloques de cuatro, cinco pisos, algunos más altos, insípidos en sus varios colores.
Kristina y Nic, junto con dos voluntarios de la Husby Kirkan, la iglesia baptista a escasos metros de la mezquita, critican a las autoridades porque, un año después, “no han hecho nada”, aunque los responsables del distrito enumeran todo un catálogo de medidas de asistencia. Lo mismo piensa la griega Alexandra, de 24 años, que, tímidamente, apunta que “hay gente que no está satisfecha”. Los voluntarios, al igual que otros vecinos consultados, hablan del paro, que afecta a una elevada proporción de los habitantes de Husby, más aún entre los jóvenes. Según la estadística oficial, la tasa de desempleo en Husby entre los jóvenes de 20 a 25 años se sitúa en el entorno del 17%, por un 3% de Estocolmo, aunque el propio Olle Johnselius, director del consejo del distrito, admite que puede ser mayor. Durante las protestas del año pasado, algunas fuentes lo situaban en el 20%. Hakeem exagera un 90% de paro juvenil. Quizá habla más claro la tasa de actividad (el porcentaje de personas que trabajan sobre el total), que se sitúa ligeramente por encima del 50% en el distrito, por un 76% en el conjunto de la capital sueca.
No había nada político [en las protestas], no había demandas políticas. Sólo aburrimiento Kristina Andersson, 33 años
“Sienten que no tienen oportunidades”, lamenta Barbro, una mujer jovial, que enfila los 70. Fue una de las primeras habitantes del barrio, allá por mediados de los 70, cuando, al calor del ambicioso programa nacional “del millón de hogares”, las autoridades de Estocolmo dieron luz verde a la construcción de Husby como destino para la pujante clase media de la ciudad. Con el despegue económico y la llegada de inmigrantes, los suecos fueron abandonando el barrio. Su visión, en todo caso, es suecocentrista: “No les gusta la escuela y no quieren trabajar. Ven que en Suecia la gente tiene de todo y lo quieren tener, pero no quieren conseguirlo trabajando”, asegura.
Sin embargo, apunta en una dirección en la que también lo hace el funcionario Johnsellius: la educación. Barbro lamenta que los recién llegados no hablen sueco, lo que dificulta mucho su inserción laboral. Cuando se refiere a sus hijos, que sí lo hablan, apunta a que sus padres, como no lo entienden, no saben lo que pasa fuera de la puerta de su casa, ni tienen tampoco comunicación con las escuelas a las que acuden sus hijos. “No saben qué pasa”.
Para Johnselius, la educación es la clave, concretamente el fracaso escolar. La “frustración” que sienten cuando acaban, a los 15 y 16 años, los nueve años de educación obligatoria y no tienen la nota suficiente para seguir adelante con el instituto, el gymnasium, que es voluntario pero sin el cual, es muy difícil conseguir un buen empleo. ¿La razón de ese fracaso? “El idioma, definitivamente”, zanja Johnselius. “Si a mí me llevan a Somalia y me meten en un colegio y no entiendo una palabra, ¿cómo me las iba a arreglar?”.
Trabajadores del distrito, policías y voluntarios se reúnen cada fin de semana para detectar si algo especial está pasando y tomar medidas
Por ello, existen programas de refuerzo de la educación. Uno de ellos es un centro, abierto hace un año, que evalúa al recién llegado para determinar su nivel y, junto con la escuela en la que se inscriba, diseñar un programa de ayuda. Hay otro programa que cuenta con asistentes en los colegios para que los chicos acudan efectivamente a clase. También han puesto en marcha una iniciativa interdepartamental especialmente destinado a chicos que ni estudian ni trabajan, para motivarlos y orientarlos de forma que complementen su formación, aun sin pasar por el instituto. Además, algunas empresas que han levantado enormes sedes en el vecino barrio de Kista, envían a representantes a las escuelas para motivar a los estudiantes, incluso algunas tienen programas de prácticas o invitan a los chavales a visitar sus sedes. De cara a una mejor inserción laboral, el distrito cuenta con un programa de trabajo de verano. Durante tres semanas, chicos de entre 15 y 18 años, pueden trabajar como cualquier otro empleado del distrito.
Para completar la red asistencial, hay otras medidas de carácter más social. Una de ellas es lo que llaman “grupos de intervención social”. Cuando los servicios sociales detectan a un joven en riesgo de cruzar la línea de la criminalidad, reúnen a los adultos que le rodean (padres, maestros, trabajadores sociales, policías) para diseñar un plan de futuro. Eso sí, este programa tiene que contar con el permiso del interesado, o de sus padres si es menor de edad. Cuando esa línea ya se ha cruzado, hay otro proyecto de reinserción de exconvictos. Finalmente, hay toda una red de vigilancia de los problemas de los jóvenes del distrito. Trabajadores del distrito, policías y voluntarios se reúnen cada fin de semana para detectar si algo especial está pasando y tomar medidas. Desde hace tiempo, además, existen patrullas de trabajadores sociales —las hay también de otras organizaciones, como Fryshushets y sus ludna gatan (vigilancia callejera)— que hablan con los chavales y, sobre todo, les escuchan. Casi todo el mundo en el barrio conoce estas patrullas. Muchos de estos programas estaban ya presentes antes del estallido y han sido reforzadas desde entonces. “Creo que no puede hacerse mucho mejor”, sentencia Johnselius.
Sea paro, discriminación, falta de perspectivas, aburrimiento, las causas del estallido social sueco del año pasado siguen ahí, al menos en opinión de los vecinos de Husby, mientras las autoridades, que admiten ciertos problemas, aseguran estar haciendo su trabajo, y más, para que no se repita, para que los habitantes del barrio se sientan un poco más integrados. Para que, como reza otra de las piedras del parque “sigan soñando”.
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